Si Mihura, en vez de haber sido y de ser para siempre Mihura, fuera Amenábar, o Almodóvar, o, qué sé yo, cualquiera de esos mindundis de la cultureta oficial que a diario nos abochorna, habría suplementos especiales en los periódicos, con motivo del primer centenario de su nacimiento (nació en Madrid el 21 de julio de 1905), y se le rendirían oficialmente los merecidos honores que se le deben. No digo nada lo que harían los diversos canales de televisión, nacionales y autonómicos… Hasta Umbral acaba de escribir que fue «el último genio del teatro español», pero como, en palabras del mismo Umbral, fue un «conservador revolucionario», cosa –lo de conservador– al parecer imperdonable y cliché de lo más políticamente incorrecto, da algo así como vergüenza ajena comprobar que ningún baranda de los que deberían hacerlo dice ni mú sobre él, por más que ni todos los genios oficiales juntos, ni toda la corte de titiriteros que les bailan el agua, le lleguen a Miguel Mihura, en cuestión de ingenio y de talento, a la altura del tobillo.
Por eso es mucho más de agradecer que, en el Teatro Príncipe Gran Vía, de Madrid, y gracias a la inteligente sensibilidad de la iniciativa privada, haya sido repuesta una de las veintitrés magistrales comedias de Mihura: Melocotón en almíbar. Justo Alonso presenta a Ana María Vidal en Sor María, a Elvira Travesí en doña Pilar, a Luis Perezagua en El Duque, a Julián Navarro en don Carlos, a Crismar López en Nuria, a José Luis Alonso en Federico, y a José Carabias en El Nene. Escenografía: Gil Parrondo. Dirección: Mara Recatero. Es de estricta justicia citar los nombres de tan eficientes encargados de desfacer con encomiable profesionalidad el entuerto oficial.
El teatro de Miguel Mihura Santos, el inolvidable y afable solterón fundador de La Codorniz, es una mezcla de ternura y de la ironía de quien está de vuelta de todo. Fue, con Jardiel, Neville, Tono y López Rubio, uno de los grandes, si no el mejor de la comedia española contemporánea (Tres sombreros de copa, Sublime decisión, Maribel y la extraña familia, Ninette y un señor de Murcia…). Esta comedia es oxígeno, aire puro. No hay blasfemias, claro, ni sexo turbio ni sin enturbiar. No hay zafiedades, sino buen gusto, puro y limpio teatro, humor –«El humor, decía, sólo es una risa que ha ido al colegio»–: hay inteligente comicidad, ingenio. El espectador pasa un par de horas inolvidables, desde que empieza escuchando canciones de «cuando se alquilaban pisos en Madrid por tres o cuatro mil pesetas», hasta que cae el telón. El paso del tiempo, como es natural, le ha engrandecido, como a los buenos vinos. Teatro para inteligentes de buen gusto.