Ahora que nos asomamos a los días cruciales de nuestra fe, me pregunto por qué, para preparar la Pascua, se nos brinda una larga Cuaresma. Larga en duración (ni siquiera el Adviento ocupa tantos días) y larga en expectativas: procurar que nuestro corazón se convierta. Y convertirse no es sólo soltar lastre de pecado, sino ponernos a tiro para que el amor de Dios cambie nuestro interior. Mudarse por dentro es uno de los retos más complicados que cabe proponerse; de hecho, seguramente sólo es posible con el plus de la Gracia. En cualquier caso, hacen falta días de entrenamiento, hábitos saludables (ayunar comida y peculio, invertir en oración, desaprender hábitos y abrir paso a nuevos modos de amar). Estos cuarenta días muestran también que la liturgia es sabia. Como las madres, la Iglesia atesora inmensa pedagogía, fruto de la experiencia y del amor.
En el punto cero de la Cuaresma de 2013 quedó la imagen preciosa de Benedicto recibiendo la ceniza. Él, que ha decidido vivir oculto a los ojos del mundo, no temía aparecer en las fotos con la cabeza agachada y el alma abierta a la renovación cuaresmal. Ayer, 16 de abril, este entrañable Pontífice cumplió 87 años. Una de las cabezas mejor amuebladas de nuestro siglo, un gigante del espíritu que se abaja en público para recordar y recordarnos que somos polvo y que al polvo, sí o sí, vamos a volver.
¿Cuántas veces oiremos estos días hablar de los misterios de nuestra fe? Esa expresión, profundísima y crucial, es parte de nuestra memoria religiosa y, a veces, la ignoramos. Gestos como el de Benedicto XVI rompen el acostumbramiento y vuelven a poner de relieve lo esencial. Porque tantas Cuaresmas, tantos momentos de Pasión y muerte que vivimos en nuestra vida, no tienen sentido sin la Pascua. El peso abrumador del mal en nuestra propia vida, el sufrimiento del justo, la enfermedad de los niños, el tráfico de seres humanos, el hambre en el mundo, ¿son perpetuos, o volverán al polvo? A veces, el dolor propio o ajeno nos asusta tanto que optamos por la evasión: miramos hacia otro lado, o buscamos poner parches de emergencia. Pero lo que es seguro es que ese dolor será fructífero y bueno para nosotros cuando pase por la Cruz de Jesucristo: ese escándalo y locura que, paradójicamente, es el único camino hacia la gloria. El misterio de la Cruz es el misterio de nuestra fe; precisamente porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres.
Muchas veces he pensado en cuál será el secreto de la humildad de Benedicto XVI. También me pregunto estos días en qué oculto arsenal guarda municiones el Papa Francisco, que parece inagotable en su ancianidad e inasequible al desaliento. ¿Y Juan Pablo II? ¿Cómo pudo abrazar con tanta intensidad nuestra Historia? Algo análogo sucede con Juan XXIII, ese Papa santo que enriqueció a la Iglesia desde su conciencia de que había sido elegido a pesar de las expectativas depositadas en él. En el umbral de la Semana Santa, estos testimonios de fe incontestable encarnan el misterio de la fe. Y nos invitan a mirar el rostro de un Dios que va a derramar hasta la última gota de su sangre para invitarnos a compartir su gloria.