Stranger Things es mejor de lo que la gente cree. Pasa mucho en series con gran tirón comercial. Ocurrió con el final de Juego de tronos, que pese a ser claramente inferior a sus anteriores temporadas, es profundamente tolkieniano. Y pasa con Stranger Things, de la que muchos alegan que debería haber cerrado con su primera temporada y aquí estamos, estrenando en unos días la segunda parte de su quinta y última entrega.
Esta serie es mejor de lo que la gente dice porque, pese al evidente bajón de la tercera temporada, fue capaz de reinventarse. Como Homeland, que resucitó tras una decepcionante tercera temporada. Es mejor, decía asimismo, porque no va de lo que se ve a simple vista. No es, solamente, una dosis de nostalgia ochentera; ni la historia de la evolución de un grupo de niños en su camino hacia la madurez, con sus conflictos de identidad, sus miedos y sus heroicidades; y no, tampoco es, solamente, una trepidante serie de acción mezclada con horror entretenidísima, que también.
Es, en un nivel más profundo, una serie sobre cómo lidian con el dolor y el trauma una colección de personajes que cada vez se están volviendo más interesantes. Y sobre qué elementos de nuestra vida, de nuestro entorno (familia, amigos) nos puede realmente salvar de sumirnos en el upside down, en la oscuridad de nuestras propias sombras.
Sí, como en casi todas las producciones de Netflix existe una dosis de ideología; pero a diferencia de otras series con el mismo tipo de dosis, en Stranger Things se subordina a una historia y a un tema más profundo, más rico y que, por tanto, interpela a muchos más espectadores. Por eso, a riesgo de que alguien se rasgue las vestiduras, me parece una gran serie para ver en estas fechas. Porque toda ocasión de celebrar lo que nos rescata de la oscuridad es bienvenida.