El padre Marcelo, amenazado en Chiapas: «Me pueden matar en cualquier momento»
Crecen las amenazas contra el padre Marcelo tras levantar la voz contra el crimen organizado y sus vínculos con el poder político en Chiapas
Fueron los habitantes de Chenalhó, en Chiapas (México), los que el pasado mayo acudieron a pedir auxilio al padre Marcelo Pérez a Simojovel, donde es párroco y desde donde extiende su misión como delegado de Pastoral Social de la diócesis de San Cristóbal de las Casas. El aumento de la violencia y la connivencia entre el crimen organizado y las autoridades políticas les preocupaban. El sacerdote, indígena totzil, era la persona indicada. Lleva muchos años trabajando en la resolución de conflictos entre comunidades, o entre las autoridades y la población, y también alzando la voz contra las injusticias que sufre el pueblo, ya sea en forma de violencia, corrupción política, narcotráfico o explotación minera sin escrúpulos.
Entabló contacto con las autoridades, pero antes de que se pudiera iniciar el diálogo, el asesinato del catequista y defensor de los derechos humanos Simón Pedro Pérez el 6 de julio lo cambió todo. El suceso y la falta de respuesta de las autoridades civiles y judiciales provocaron que la población quisiera tomarse la justicia por su mano. Y el padre Marcelo tuvo que ir a poner calma, pues habían quemado casas en busca de los sicarios de Simón Pedro. «Les dije que son hijos de Dios y que buscan la paz, pero que no se puede hacer a través de la violencia. Se detuvieron», explica a Alfa y Omega.
Luego promovió la creación de mesas de diálogo entre las comunidades y los gobiernos estatal y federal. Desde entonces, se han dado pasos como la creación de un consejo que gobierna el municipio en sustitución de los antiguos dirigentes, pero la situación está lejos de solucionarse. A finales de agosto asesinaron al fiscal indígena, y los políticos vinculados al crimen organizado amenazan con volver el 1 de octubre.
Esta implicación no le ha salido gratis al padre Marcelo, que se ha convertido en objetivo de los criminales. «El sicario que mató al catequista dijo a la Fiscalía a mediados de agosto que iba a haber más ejecuciones y que no iban a parar hasta matarme», reconoce. Los datos corroboran estas palabras. En julio, la organización sueca SweFOR, en colaboración con el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, documentó 44 incidentes relacionados con la actividad del padre Marcelo, que incluyen 33 casos de difamaciones, tres amenazas de muerte, intimidaciones, vigilancia y dos agresiones a feligreses de Simojovel. En agosto añadieron una amenaza «extremadamente grave» y un intento de asesinato.
Ambas instituciones han lanzado en las últimas semanas una campaña tanto a nivel nacional como internacional para advertir de la situación del sacerdote. Han recabado numerosos apoyos, ente ellos el del cardenal sueco Anders Arborelius. Por su parte, el Gobierno estatal le ha ofrecido un guardaespaldas, pero él se ha negado. Tiene varias razones. Va en contra del Evangelio y de sus principios pacifistas, pues «un guardaespaldas está autorizado a matar». Otra tiene que ver con su objetivo: «Busco la seguridad del pueblo y no la mía. No me siento bien estando seguro mientras el pueblo está violentado». También desconfía de la Policía.
Habituado a las amenazas
Por desgracia, no le son ajenas las amenazas. En sus diez años en Simojovel llegaron a poner precio a su vida. Primero fueron 150.000 pesos mexicanos, unos 6.000 euros; luego 400.000 (17.000 euros) y, finalmente, un millón (más de 40.000 euros). «Denuncié la violencia generalizada y estructural, y que estábamos gobernados por narcopolíticos. Organizamos al pueblo desde la Palabra de Dios, la oración y el ayuno, y reflexionamos sobre lo que nos pedía Dios. Hicimos peregrinaciones y manifestaciones a las que se sumaron miles de personas», señala.
El padre Marcelo no tiene miedo. En su primer destino como sacerdote, en Chenalhó, los supervivientes de Acteal –hubo una matanza de indígenas totzil en 1997 a manos de los paramilitares– le enseñaron «a hablar, a construir la paz y a caminar con el pueblo» sin importar las consecuencias. «Soy consciente de que me pueden matar en cualquier momento. Tengo fe en Dios. La paz es más grande que mi muerte y por eso me entrego a su construcción», concluye.
Jani Silva, líder campesina de Putumayo (Colombia), corre peligro. De hecho, los intentos de este semanario por contactarla en los últimos días no han dado frutos. Es difícil dar con ella, nos advierten desde Amnistía Internacional, que ha vuelto a sacar su caso a la luz pública tras la reciente visita del presidente de Colombia, Iván Duque, a España.
Su actividad como defensora de los derechos humanos y del medio ambiente, así como su enfrentamiento a una empresa petrolífera en la zona, ha tenido como consecuencia una sentencia de muerte de los grupos armados. En abril se conoció que hay un plan para matarla y ese mismo mes se produjeron dos incidentes con disparos a pocos metros de su vivienda. Silva es la representante de la Asociación para el Desarrollo Integral Sostenible de la Perla Amazónica (ADISPA), una entidad que defiende desde 2008 los derechos de las comunidades de la reserva campesina del mismo nombre, en la que viven 700 familias.
Como ella, decenas de líderes sociales están en el punto de mira en el país sudamericano. Naciones Unidas ha confirmado el asesinato de 52 personas en lo que va de año, una cifra que asciende a 143 si se tienen en cuenta las denuncias no verificadas.