Tengo un buen amigo que desde hace años huye de las celebraciones navideñas. Las curvas de la vida, las propias y las ajenas, vuelven insoportables sus comidas y cenas en estos días. De modo que decidió hace ya mucho tiempo comer solo en Navidad. Él, que durante todo el año tiene la agenda llena para banquetear en los mejores restaurantes de Madrid, esta Nochebuena se calentó una tortilla precocinada en su microondas.
Decía Chesterton que la suprema aventura de la vida no era el amor romántico, sino nacer en el seno de una familia. Porque el enamoramiento lo elegimos y provocamos en la medida en que lo consentimos. Pero llegar a este mundo significa injertarse en el entramado complejo de una pluralidad de relaciones que no escogemos y que tenemos que atravesar sin un resultado cierto.
Allí nos esperan todo tipo de peligros. Una madre que se abalanza sobre nosotros. Un padre que nos acecha. Las alianzas con tíos y abuelos, que son siempre de geometría variable. Con los hermanos combatimos a brazo partido en las más cruentas batallas (a estas se sumarán más tarde los más temibles contrincantes: los cuñados, rodeados de sobrinos). No hay relaciones neutrales: al nacer nos aventuramos en un mundo lleno de sorpresas.
Esta aventura trasciende el nacimiento y dura toda la vida. Siempre estamos en lucha por la supervivencia. A fuerza de divorcios hemos aprendido que la familia es lo más natural y lo más milagroso a la vez. El amor de nuestra gente es aquello que más necesitamos y al mismo tiempo lo más gratuito, lo que menos podemos dar por descontado. Hay mil razones para que no exista o para que deje de existir y, sin embargo, ahí está como por arte de magia.
Lo cual explica por qué tratamos de celebrar en familia estos días. Pese a las dificultades logísticas y sociales, pese a las quejas y disputas, volvemos a reunirnos año tras año. Dejar de hacerlo sería perder de vista el milagro. Quizá, con el tiempo, comenzaríamos a pensar que la vida es solo lo que cada uno de nosotros somos capaces de hacer o de lo que el Estado nos debe garantizar. Quizá, incluso, empezaríamos a creer que tenemos derecho a existir.
Pero la familia nos recuerda que somos un regalo. Porque toda familia es la historia que una multitud irreductible de libertades entretejidas de forma prodigiosa en un único tapiz. La libre magnificencia de cada familiar garantiza la gratuidad del proceso: nacemos, crecemos y nos desarrollamos en un espacio propio para nuestra libertad porque unos cuantos locos se prestaron a favorecerla y soportar todos nuestros movimientos. La familia, por desastrosa que sea, es la condición sin la cual no existiríamos.
Por eso, la liberalidad familiar es el único modo en el que tiene sentido la palabra liberal: como economía política del don, la familia constituye la forma social del milagro de la libre entrega. Sin la Navidad y sin la familia, la democracia liberal no es más que la suma de todos nuestros egoísmos, en la que no terminan de salirnos las cuentas. Sin la familia, la política y el mercado no son sino una prolongación enmascarada de la selva. Un estado de guerra de todos contra todos en el cual no sería posible vivir.
Dijo Böckenförde que el Estado liberal vivía de unos presupuestos que no era capaz de garantizar. Lo cual significa lo mismo que decir que la libertad de la que disfrutamos no se reproduce mecánicamente por el hecho de disfrutarla. Que la libertad política y económica vive de unas convicciones que no produce el derecho a elegir garantizado por el sistema constitucional. La familia y la Navidad son el presupuesto de la vida personal y de la libertad social. Sin entrega gratuita no hay vida ni hay libertad.
✨“Nada es más verdad que Melchor, Gaspar y Baltasar”✨
— Manu Sánchez (@_ManuSanchez_) December 20, 2025
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Por eso, la Navidad es más verdad que nunca. Es la verdad sin la cual nada existiría. El nacimiento imposible de un Niño nos recuerda el prodigio improbable de todos nuestros nacimientos. Su familia inviable nos hace tomar conciencia de la milagrosa viabilidad de nuestros hogares. El misterio de la Sagrada Familia nos devuelve al misterioso donde todos nuestros familiares, que en su locura decidieron prestarse a sostener ese espacio maltrecho pero sagrado en el que hemos podido crecer.
Por lo mismo, como ha dicho el humorista Manu Sánchez, nada es más verdad que Melchor, Gaspar y Baltasar. Si recibimos regalos no es por más razón que para que rememoremos el don de la existencia. Nunca debimos dejar de creer en la magia en la que creíamos de niños. Porque el milagro es la única razón de la vida.