Les aseguro que la primera vez que me topé con el título de la serie canadiense Mary me mata pensé que era una de esas faenas de la traducción al castellano, que se les había colado el verbo matar. Pero no. Es el botón de una muestra cada vez más amplia y que, en el original, incluso capta la atención con una fórmula de mayor negrura: Mary kills people. La doctora tiene dos trabajos: uno como médico en el hospital y otro como «dispensadora de muerte a la carta».
Gramsci, el teórico marxista fundador del Partido Comunista de Italia, decía con peculiar clarividencia que la toma del poder cultural es anterior a la del poder político, y que de ella debían ocuparse los llamados intelectuales orgánicos, bien repartidos por universidades, medios de comunicación y otras instancias de influencia. Lo clavó. Porque para que una ley sobre la eutanasia, tan injusta como la recién aprobada en España, cuele sin mayor resistencia social, es necesario haber hecho un cuidadoso trabajo previo, para que lo malo sea tenido por bueno y, en este caso, se nos haga creer incluso que se trata de una buena práctica médica. Algo así como la aceptación social del aborto de la que habló en su día Julián Marías.
Hasta ahora las series de médicos habían abordado el tema de la eutanasia en capítulos aislados. El caso de House, al albur de la corriente dominante, es paradigmático.
Antes, en el cine, hicieron su trabajo producciones como la tramposa Mar adentro. Ahora empiezan a asomar las series en las que la eutanasia y el suicidio asistido cobran protagonismo. Son los signos de un tiempo dispuesto a lidiar legalmente, y en nombre del Estado, con la eliminación del que sufre, en lugar de aunar esfuerzos en la eliminación del sufrimiento. A ver si en esa sana función de contrapoder algún guionista se atreve a cantarle a la vida en medio del páramo de cuidados paliativos que padecemos. Hay historias de amor que elevan la cámara para decirnos que la muerte no es el final.