Cuando el Papa recibe a jefes de Estado o de Gobierno, siempre hay una conversación en privado, un saludo a los demás componentes de la delegación oficial y un intercambio de regalos. Pero nunca un discurso.
Francisco hizo una excepción el 24 de octubre de 2020 al recibir al jefe del Gobierno español, Pedro Sánchez. Estaba preocupado, y dirigió un discurso de ocho minutos, sin papeles, a todos los miembros de la delegación española sobre el sentido de «país», «patria» y «nación», tres conceptos muy diferentes. El Papa veía nubes de tormenta en el horizonte europeo, pues había investigado a fondo los venenos de la crispación política, los nacionalismos y los populismos para preparar –en varios meses de aislamiento por la pandemia– la encíclica Fratelli tutti, publicada tres semanas antes. La mezcla letal de nacionalismo y populismo le preocupaba. Por eso advirtió a la delegación española de que «hace dos años se publicó acá en Roma un libro de un intelectual italiano del Partido Comunista. Tiene un título muy sugestivo: Síndrome 1933», el año de la llegada de Hitler al poder. Francisco añadió que el ensayo de Siegmund Ginzberg «se refiere a Alemania, obviamente», y a la ideología del nacionalsocialismo, que «siguió y siguió, y llegó a lo que conocemos: al drama que fue Europa con esa patria inventada por una ideología. Porque las ideologías sectarizan». En aquella intervención pública, el Papa animó a «aprender de la historia. Este hombre, en ese libro, hace con mucha delicadeza un paragón de lo que está sucediendo en Europa. Dice: cuidado, que estamos repitiendo el camino parecido. Vale la pena leerlo».
Por desgracia, los mismos postulados nazis del espacio vital y del pangermanismo –ahora en versión rusa–, han desatado una violencia inimaginable contra Ucrania, que no se parece a la anexión de Austria o de los Sudetes por Hitler, llevadas a cabo sin apenas resistencia, sino a la invasión de Polonia por Alemania y Rusia. Pero con una destrucción deliberadamente mucho mayor, crímenes de guerra contra civiles cada día, y un uso blasfemo de la religión para justificar lo que Francisco ha llamado «acto barbárico y sacrílego».