Guzmán Carriquiry: «Sin la integración de América Latina en una gran confederación de repúblicas no vamos a ninguna parte»
Lo afirma el secretario de la Pontificia Comisión para América Latina, Guzmán Carriquiry (Montevideo —Uruguay—, 1944) viejo amigo de Jorge Bergoglio con quien comparte una misma visión sobre el continente
«El análisis que hace Guzmán Carriquiry es de lo más lúcido que he leído». Lo dice el Papa en conversación con Hernán Reyes, un entusiasmo que explica que haya aceptado prologar Memoria, coraje y esperanza (Nuevo Inicio). Por segunda vez. Porque este libro es, en realidad, una puesta al día de El bicentenario de la independencia de los países latinoamericanos, que el actual secretario de la Comisión Episcopal para América Latina publicó en 2012 con prólogo del entonces cardenal Jorge Bergoglio.
Frente a interpretaciones de la emancipación de América Latina de corte liberal o marxista, el Papa valora que usted ponga en el centro de este proceso histórico al pueblo (de raíz inequívocamente católica). Pero esta noción de pueblo, ¿no sería igualmente ideológica, algo así como una añoranza tradicionalista de un mundo que quizá nunca existió?
La historiografía liberal de fines del siglo XIX, convertida en oficial, sigue recitándose en la vulgata de textos escolares y artículos de prensa. Y la historiografía marxista de las décadas del 60 y 70, que sirvió para denunciar no pocas de aquellas interesadas visiones parciales e ideológicas, agregó solo generalizaciones groseras sobre los procesos de independencia. Al neoliberalismo imperante hoy le basta continuar repitiendo la historia oficial en los torneos de oratoria con ocasión del bicentenario, mientras que el marxismo se ha convertido, después del desfonde del socialismo real, en un pálido y silencioso vagabundo en la historia.
Liberales y marxistas detestan la referencia al pueblo. Los primeros porque consideran la sociedad como un conjunto de individuos –y sobre los individuos aislados y dispersos se ejerce mejor el poder– y prefieren utilizar el término aséptico, solo estadístico, de población (de los pueblos tienen terror). Y los segundos, porque continúan aferrados a las categorías clasistas, que hacen agua por todas las partes. No en vano el Papa Francisco convoca los movimientos populares, que representan los nuevos proletarios de nuestro tiempo, excluidos de los procesos productivos. Marxismo y liberalismo siguen pensando que las personas –que son los protagonistas fundamentales de un pueblo– son meros engranajes en la maquinaria social movida por la autorregulación del mercado o por la lucha de clases. Por eso, ambos confunden intencionalmente el pueblo con el populismo. Y hay siempre siervos intelectuales disponibles para atacar al Papa Francisco calificándole de «populista».
¿Atacan al Papa o a toda la Iglesia?
Liberales y marxistas siguen repitiendo la leyenda negra sobre la Iglesia, la utilizada por las potencias emergentes y después hegemónicas (sobre todo Inglaterra) en su lucha por el poder mundial contra la España decadente. No es tolerable para ellos que la Iglesia no sea asimilable a sus esquemas sociales e ideológicos e incluso plantee una alternativa. Cuando se conmemora el bicentenario de la independencia se advierte claramente que se logró llevar los procesos de emancipación a su conclusión solo cuando se logró tocar las fibras intimas y movilizar a vastos sectores populares, mientras que habían fracasado las intentonas iluminadas de las oligarquías mantuanas [aristocracia criolla, NdR] y de los doctores.
¿En qué consiste esa alternativa que menciona de la Iglesia para América Latina?
Siguiendo esa cascada de conversiones que propone el actual pontificado –conversión personal, conversión pastoral, conversión misionera, conversión a la caridad y solidaridad con los pobres–, la Iglesia, desde Cristo, combate para custodiar la dignidad trascendente de la persona en pos de su liberación y salvación y para ir reconstruyendo el tejido familiar y social según el modelo de su propia comunión, que es el ser pueblo nuevo en medio de los pueblos. La Iglesia católica (que es el pueblo de la nueva alianza) genera y regenera continuamente a los pueblos para que reconozcan lo que son y lo que están llamados a ser: verdadera memoria de su historia a partir de sus acontecimientos fundantes; tradición de su ethos, de los valores fundantes de su identidad; banco de trabajo fraternal y compartido que no admite exclusiones; cuidado de la casa común; tensión hacia el bien común de una sociedad más humana; destino solidario… Este es un gran desafío, porque la cultura dominante empuja hacia un individualismo desaforado, por una parte, y, por otra, hacia el conformismo de masas en la sociedad del consumo y del espectáculo. Hay quienes ponen sus medios poderosos al servicio de la degeneración de los pueblos en masas de individuos sin vínculos ni pertenencias. Generar y regenerar un pueblo es tarea de un continuo recomenzar. Lo importante es indicar la dirección de marcha. «El bicentenario de la independencia –escribe el Papa Francisco en la presentación de mi libro– es una buena ocasión para levantar vuelo y mirar hacia horizontes mas grandes […]. Necesitamos cultivar y debatir proyectos históricos que apunten con realismo hacia una esperanza de vida mas digna para las personas, familias y pueblos latinoamericanos. Urge poder definir y emprender grandes objetivos nacionales y latinoamericanos, con consensos fuertes y movilizaciones populares, mas allá de ambiciones e intereses mundanos y lejos de maniqueísmos y exasperaciones, de aventuras peligrosas y explosiones incontrolables». Esa es la dirección de marcha, y no es utopía de laboratorio. Porque el Papa conoce en carne propia «las energías de fe y sabiduría, dignidad y solidaridad, alegría y esperanza que laten en el corazón de nuestra gente». Sabe como «los pueblos, especialmente los pobres y sencillos, custodian sus buenas razones para vivir y convivir, para amar y sacrificarse, para rezar y mantener viva la esperanza. Y también para luchar por las grandes causas». Desde esa base, hay «que sumar y no dividir». Hay que sumar, sí, «las mas diversas experiencias que ya viven en ciernes y vigilia ese mundo de hermanos que toda verdadera patria –que es paternidad y reflejo de la Paternidad de Dios– anhela y manifiesta». Solo a tontos o a siervos de los intereses dominantes les puede pasar por la cabeza que esta es una recaída del Papa Francisco en una visión tradicionalista del ser pueblo.
¿Es compatible esa centralidad del concepto de pueblo con la afirmación del Papa (en la entrevista a Hernán Reyes) de corte más bien liberal según la cual fortalecer la democracia es un deber para los católicos latinoamericanos?
No hay contradicción. ¡Ninguna! La hay solo para quienes consideran la democracia para el pueblo pero sin el pueblo. Hoy se impone como nunca la tarea de rehabilitar la dignidad de la política e inseparablemente de reconstruir a fondo las democracias. Nunca las democracias habían estado tan difundidas ni, a la vez, sus fundamentos habían quedado tan en un tembladeral. Nada puede construirse sobre la base de un nihilismo relativista y consumista, ni tampoco sobre la base de un fundamentalismo violento. Ambos son irracionales. Por eso los poderes financieros y mediáticos tienden a ocupar el lugar de la política. Por eso también nunca han estado tan desacreditadas las instancias políticas, resquebrajadas o destruidas las estructuras tradicionales de los partidos políticos, rechazada la misma política en cuanto actividad de monopolio de corporaciones de profesionales de la política, acusada por doquier de corrupción. Cierto es que la antipolítica tout court es una pésima reacción instintiva. Pero el Papa Francisco se pregunta y nos pregunta con razón: «¿Acaso nos resignamos a un pragmatismo de muy corto aliento en medio de la confusión? ¿Nos limitamos a maniobras de cabotaje sin rumbos ciertos?». Del mesianismo político-ideológico de décadas anteriores hemos pasado a ese pragmatismo ramplón o al riesgo de aventuras locas. No hay autentica refundación y renovación de la democracia sin una vasta participación popular que sea portadora de sus valores fundamentales.
Entre el neoliberalismo y el nuevo socialismo bolivariano, ¿cómo se sitúa esa «nueva gesta patriótica» con la que cierra usted su libro?
¿En que quedó el neoliberalismo radical de la América Latina de los años 90, al compás del consenso de Washington? Terminó entre crisis financieras, corrupción generalizada, crecimiento de las formas de exclusión social y ahondamiento del abismo de desigualdades sociales. Cuba importa para toda América Latina, pero su socialismo real conlleva el límite muy pesado de su régimen leninista y colectivista, no ha logrado dar mejores respuestas a los notorios límites a las libertades públicas y sobrevive económicamente, sin poder ya poner como excusa el asedio y el odioso embargo del gigante del norte. De la autocracia venezolana, en plena confusión amenazadora, no hablemos de socialismo. Solo Evo Morales, porque viene de la carne misma de su pueblo, más allá de sus retóricas ultras y de sus desbordes autoritarios, ha logrado provocar un salto cualitativo de modernización de su país. No se advierten hoy ni a lo largo ni a lo ancho de América Latina las fuerzas políticas, sociales y culturales que ayuden a encaminar el neoliberalismo hacia una economía social de mercado o que propongan muy nuevas formas de socialismo, cosa que requiere reconstruir sus premisas ideológicas y criticar a fondo las experiencias históricas de los regímenes del socialismo real. Sobre todo, la nueva ola de neoliberalismo que parece emerger en medio de la incertidumbre y la zozobra que se vive hoy en América Latina ha hecho plantear al Papa la pregunta: «¿Volvemos a confiar en ideologías que han demostrado fracasos humanos y devastaciones económicas?». Una nueva gesta patriótica en América Latina requiere que se emprendan con perseverancia y creatividad nuevas vías –¡terceras vías!– para el desarrollo de los pueblos.
¿Que diferencia el patriotismo latinoamericano del Papa del nacionalismo que emerge en Europa?
Los jefes de Estado latinoamericanos que visitan al Santo Padre quedan sorprendidos cuando el Santo Padre les habla de la «Patria Grande» que es América Latina. Ninguna otra región en el mundo cuenta con más criterios de unidad, escribían los obispos latinoamericanos en Puebla. Son comunes nuestros orígenes, nuestro mestizaje desigual y desgarrado, nuestro sustrato cultural barroco, nuestra lengua – español o portugués son lenguas hermanas, a las que se agregan como segundas lenguas las indígenas– nuestra tradición cristiana y católica, nuestras vicisitudes históricas… Por eso, reconocerse como latinoamericanos es participar en una fraternidad alargada y en un destino solidario, mas allá de las pluralidades étnicas, de las diversidades de culturas regionales, de los confines políticos. Pero los procesos de independencia fueron también de balcanización y mientras crecían los Estados Unidos de Norteamérica, se sumían en el atraso y la dependencia los estados desunidos de América Latina. Sin la integración de América Latina en una gran confederación de repúblicas –como la soñó Simón Bolívar y como anhelo que recorre toda nuestra historia–, no vamos a ninguna parte. Quien no apuesta por esta integración solo nos quiere divididos, es decir irrelevantes y dependientes. Lamentablemente, los procesos de integración en América Latina aparecen como bloqueados. Se requiere que la Iglesia, los pueblos y una nueva dirigencia política, de miras mas altas, los pongan nuevamente en movimiento. Esto parece exactamente lo contrario a posiciones nacionalistas que tienden a disgregar la Unión Europea, de la que en su tiempo los latinoamericanos aprendimos de la integración. ¡Vaya si tiene que cambiar la Unión Europea para dejar de ser una insoportable maquina burocrática sin alma! Pero solo renovando la Unión Europea desde sus cimientos, la Europa unida puede volver a retomar su mejor tradición y jugar un papel en el escenario mundial. Agrego que a los latinoamericanos les da mucha pena que España este ensimismada en sus rencillas internas, en medio de la crisis de su Estado plurinacional, que le dificulta ser protagonista de la mejor mediación posible entre América Latina y la Unión Europea.