Siete años de luz - Alfa y Omega

Siete años de luz

Benedicto XVI cumple 85 años el día 16; el 19, 7 de su elección como sucesor de Pedro; y el 24, inicia su octavo año de pastor de la Iglesia universal. Acaba de volver de un viaje a México y Cuba: ni distancia, ni problemas, ni incomprensiones le han arredrado

Miguel Ángel Velasco

En México y en Cuba, ha hablado con claridad. Ya en su primera visita al continente americano, en 2007, recordó, desde el santuario de Aparecida: «Tanto el capitalismo como el marxismo prometieron estructuras justas que funcionarían por sí mismas. Se ha demostrado que esta promesa ideológica es falsa». El sistema marxista no sólo ha dejado una triste herencia de destrucción, sino también una dolorosa opresión de las almas; y vemos en Occidente que crece la distancia entre pobres y ricos, y una inquietante degradación de la dignidad personal a causa de la droga, del alcohol y de tantos otros sutiles espejismos de felicidad.

El trabajo político no le compete a la Iglesia. «Si la Iglesia comenzara a transformarse en sujeto político, no haría más por los pobres y la justicia, sino menos, porque perdería su independencia moral que la hace imparcial para enseñar los criterios y principios inderogables». No estaría mal que se enterasen, de una vez, los politizadores de profesión…

Tremonti, exministro de Economía italiano, ha señalado que, entre Marx y Adam Smith, la salida de seguridad está en la Caritas in veritate, de Benedicto XVI: no son los medios, ni los instrumentos lo que hay que renovar, sino a los hombres. Y Naudet, presidente de la Asociación Francesa de Economistas Católicos, denuncia, en Le Figaro, el fuerte ataque al Papa del último número de la revista Concilium, para la cual lo esencial es el cambio de estructuras. Benedicto XVI no está de acuerdo: pone en primer plano la conversión de las personas. La triste visión materialista de Concilium es un análisis tan marxista como el de la teología de la liberación, ya tan desacreditada: aun con los modelos económicos más avanzados, si no hay hombres justos, no habrá una sociedad justa.

Periódicos como El Mundo han lanzado ya la sucesión de Benedicto XVI, mientras que el Papa, en Roma y en La Habana, en Guanajuato y en Madrid, insiste en que la fe es la plenitud de la razón y la plenitud de la libertad. Por eso ha proclamado el Año de la fe, contra el relativismo nihilista anestesiante y agostador. Reivindica el Concilio y corrige desviaciones e interpretaciones torticeras; y proclama el silencio —sobre todo interior— como consigna nada menos que para la Jornada de Medios de Comunicación Social. Ese silencio en el que «se oye lo que ni siquiera es pronunciado, como me decía, hace poco, una abadesa contemplativa.

Con tanta televisión, tanta tableta iPad y tantos cascos en la cabeza y tanto ruido, ¿es posible, en nuestra alocada y atontada civilización, escuchar no ya lo esencial, sino algo? El silencio, nos dice Benedicto XVI, es lo que da significado a las palabras. Se trata no ya de hablar de Jesucristo, sino de hablar con Él; no hacerlo es como tener a Messi en el banquillo, en vez de en el campo de juego.

Mientras progres y contestatarios recuentan las divisiones del Papa, y los lobos de dentro de casa andan ya a dentellada pura, el Papa se va al Cerro del Cubilete a recordar «una moral de la razón» a un mundo que vive «una cierta esquizofrenia entre la moral individual y la moral pública»; y, desde el avión a México y Cuba, recuerda que «la ideología marxista, tal como fue concebida, ya no responde a la realidad, porque no tiene respuestas para la construcción de una nueva sociedad». No ha ido a remediar situación política alguna, sino a confirmar en la fe, y en la esperanza, por y con amor, a sus hermanos.

En fin, basta mirarle de cerca para ver lo lejos que está de las miserias y escándalos con los que quieren acecharle los ignorantes; en lo que él está ocupado es en la nueva evangelización y en llenar de contenido un Año de la fe, y recordar a los sacerdotes que el sacerdocio no es un oficio. No son los intelectuales quienes deben medir a los sencillos, sino al revés; él está ocupado en decir a los fieles cuáles de sus hechos y opiniones están en consonancia con la fe católica y cuáles no. Es un sagrado derecho y una grave obligación suya hacerlo, en nombre de quien dijo de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Y lo hace. Y ¡con qué luminosa claridad! Para todos; incluso para los que sólo se acercan a él a través de las malevolencias de una tertulia o los rebuscados y sibilinos titulares de algún periódico.