Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros - Alfa y Omega

Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros

Viernes de la 27ª semana del tiempo ordinario / Lucas 11, 15-26

Carlos Pérez Laporta
Jesús expulsa a un endemoniado. Catedral de Gurk, Austria. Foto: Raul de Chissota.

Evangelio: Lucas 11, 15-26

En aquel tiempo, habiendo expulsado Jesús a un demonio, algunos de entre la multitud dijeron:

«Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios».

Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo. Él, conociendo sus pensamientos, les dijo:

«Todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa. Si, pues, también Satanás se ha dividido contra sí mismo, ¿cómo se mantendrá su reino? Pues vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú. Pero, si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros, pero, cuando otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín.

El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama.

Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por lugares áridos, buscando un sitio para descansar, y, al no encontrarlo, dice: “Volveré a mi casa de donde salí”.

Al volver se la encuentra barrida y arreglada.

Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio».

Comentario

Jesús nunca había hecho el mal. Tampoco lo había deseado. No había habido ninguna circunstancia en su vida en que se le pasara por la cabeza hacer daño a nadie. Ni siquiera cuando le insultaban o le ninguneaban. En todos los momentos de su vida había querido el bien de cada una de las personas que se había encontrado. Con independencia de la disposición que tuvieran hacia él había deseado su bien.

Y sin embargo le identifican con el príncipe del mal, con aquel que solo desea la perdición de cada hombre: «Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios».

¡Qué soledad debió sentir! «El que no está conmigo está contra mí». Nadie veía su corazón. Le miraban y no veían su interior. No veían que se deshacía en deseos de salvarlos, uno por uno. Que estaba dispuesto a morir por todos ellos. Que cada vez que conocía a uno de ellos, era como si les reconociese, porque experimentaba en su corazón humano un amor eterno por ellos. Que sufría esa distancia a la que se ponían de Él «para ponerlo a prueba», porque había venido a estar con ellos.

Y, sin embargo, con una humildad inaudita se pone a darles explicaciones lógicas. Ni siquiera tiene sentido que el diablo se oponga a sí mismo. Bastaría que pensasen con sentido para que no estuvieran tan lejos de Él.