En cierta ocasión le pregunté con aprensión a una cristiana libanesa cómo se mantenía la paz en su pequeño y complejo país, que en los últimos tiempos vuelve a parecer una olla a presión. Con gran realismo me respondió que todos, cristianos maronitas, sunníes, chiíes y drusos, sentían el mismo horror al recordar los terribles años de la guerra civil, y nadie quería provocar de nuevo la catástrofe. Sin embargo en las últimas semanas han concurrido varios hechos que vuelven a colocar al país de los cedros en una situación explosiva. A la presión que supone la presencia en su pequeño territorio de más de un millón de refugiados, huidos de la guerra en Siria, se une una grave y confusa crisis política, reflejo del choque latente entre sunníes y chiíes, que tras la derrota del Daesh en Siria e Irak (en la que las milicias chiíes han jugado un papel muy destacado) encuentra en Líbano su nuevo centro de gravedad.
No es fácil para un occidental comprender el escenario libanés, en el que se entrecruzan pertenencias étnicas y religiosas con sus respectivas tensiones. La Constitución establece que la Presidencia debe recaer en un cristiano maronita, en este caso el ex general Michel Aoun; la jefatura del Gobierno corresponde a un musulmán sunní, Said Hariri, en tanto que la presidencia del parlamento recae en un chií, Nabih Berri. Las operaciones para nombrar a los dos primeros han sido largas y delicadas, exigiendo un acuerdo de todas las comunidades, una suerte de gobierno de unidad nacional cuyas costuras empezaron a resentirse inmediatamente.
Cada uno de estos nombres tiene su historia. Aoun personifica las divisiones de la comunidad cristiana: en tiempos combatió ferozmente a los chiíes de Hezbollah, pero ahora su partido forma coalición con ellos, en contra de otro sector cristiano que se alinea con los sunníes. Said Hariri es hijo de un histórico líder sunní, Rafic Hariri, asesinado en 2005, y acaba de protagonizar una aventura entre el drama y el esperpento, pendiente de aclaración. Durante un viaje a Riad, capital de Arabia Saudí, Hariri aprovechó para presentar su dimisión como Primer Ministro, alegando que se estaría preparando un atentado para acabar con su vida en Beirut, y denunciando la perniciosa influencia de Irán en Líbano. La rocambolesca dimisión de Hariri ha hecho sospechar que, en realidad, ha sido sometido a chantaje por los saudíes, que le consideran demasiado blando para enfrentarse a Hezbollah, un verdadero estado dentro del estado que viene a garantizar la continuidad del corredor chií, desde Irán hasta la costa mediterránea.
Tras varias semanas de incertidumbre Hariri ha regresado al Líbano, donde el Presidente Aoun se ha negado a aceptar su renuncia y le ha pedido que reconsidere su decisión. En general, la población libanesa se ha reunido en torno a quienes son sus legítimos líderes. La alta tensión de días pasados se aplaca pero la sombra de las potencias regionales, Arabia Saudí e Irán, se cierne amenazadora sobre los libaneses, que han contemplado estupefactos el escaso respeto que ambos colosos muestran hacia su dignidad y soberanía nacional. Será decisivo comprobar si predomina la conciencia de pertenecer a esta nación singular, Líbano, o el seguidismo de quienes son poderosos referentes del sunnismo y el chiísmo.
Por lo que se refiere a los cristianos, son conscientes de que una vez más su futuro está en el alambre, sin ser protagonistas del nefasto enfrentamiento que envenena la región. Ellos, mejor que nadie, entienden la importancia de mantener un Líbano plural y democrático que no sea víctima recurrente de cálculos perversos y sectarios. Y esa debería ser también una política fuerte y clara de occidente… Hace pocos días el Patriarca maronita, Cardenal Béchara Raï, pronunció una dramática advertencia: “perder Líbano es perder el único país donde los cristianos viven en paz e igualdad en todo Oriente Medio”. Por eso todos los cristianos deberíamos entender y sentir, de alguna manera, que el drama de esta nación es cosa nuestra.