Si no hay conversión - Alfa y Omega

Si no hay conversión

Sábado de la 29ª semana del tiempo ordinario / Lucas 13, 1-9

Carlos Pérez Laporta
El viñador y la higuera. James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York.

Evangelio: Lucas 13, 1-9

En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.

Jesús respondió:

«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».

Y les dijo esta parábola:

«Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.

Dijo entonces al viñador:

“Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”.

Pero el viñador respondió:

“Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».

Comentario

La muerte ominosa de aquellos galileos es una arbitrariedad del poder político de Pilato. La desafortunada de aquellos 18 sobre los que se desplomó la torre de Siloé es un accidente aleatorio. Pero el ser humano se resiente ante la muerte y no podrá nunca aceptarlo como una casualidad. La muerte parece demasiado definitiva, absoluta, total. ¿Cómo puede ser fortuita a la vez? ¿Cómo podría ser casual una muerte incondicional? La contradicción lacera el corazón del hombre, empujándole a ver la muerte como una afrenta: o bien el mundo es un absurdo y la muerte su más clara manifestación, o la muerte nunca es accidental, sino una injusticia o un castigo.

Jesús no rechaza la concepción de la muerte como castigo por el pecado, pero les hace a todos deudores del mismo castigo: todos somos igual de culpables, todos merecemos la muerte. «¿Pensáis que eran más culpables que los demás […]? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Para todos la muerte será un castigo absoluto, fruto de la mera fragilidad humana, si no hay conversión. Nuestra vida será arrancada como la viña infructuosa, de un plumazo y para siempre, si no hay conversión.

Pero la conversión verdadera a Jesús todo lo transforma, porque si nos convertimos nos unimos a la muerte de Cristo. De tal manera que nuestra muerte —sean las que sean las circunstancias en las que se produzca— caerá en las manos del Padre: ya no nos será fortuita, porque todo lo aprovecha el Padre para nuestra salvación; y ya no será absoluta, sino que de ella brotarán frutos de vida eterna. ¡Qué mejor ejemplo hoy que el de san Juan Pablo II! ¿Acaso no vivió así su atentado? ¿No vivió también así su enfermedad?