Servidores y testigos - Alfa y Omega

Servidores y testigos

Alfa y Omega

«Ante los retos de la nueva evangelización, la figura de san Juan de Ávila es aliento y luz también para los sacerdotes de hoy que, al ser administradores de los misterios de Dios, están en el corazón mismo de la Iglesia, donde se construye sobre base firme y se reúne en la caridad»: son palabras del mensaje de Juan Pablo II al presidente de la Conferencia Episcopal Española, cardenal Antonio María Rouco, arzobispo de Madrid, «con ocasión del encuentro homenaje de los sacerdotes españoles a san Juan de Ávila, con motivo del V centenario de su nacimiento», el 10 de mayo, día de su fiesta litúrgica, del Año Jubilar 2000. Hoy, cuando va a ser proclamado Doctor de la Iglesia universal, cobran una palpitante actualidad, y de un modo bien concreto al comenzar, en la Iglesia diocesana que vivió la JMJ de 2011, la Misión Madrid como estela llena de esperanza de aquella auténtica cascada de luz. «Por eso —seguía diciendo el Papa en aquel mensaje—, como muestra también la preocupación de Juan de Ávila por todos los sectores que componen y enriquecen la comunidad cristiana, el sacerdote lleva sobre sí el signo de la universalidad que caracteriza a la Iglesia de Cristo, en la cual todos los carismas son bien recibidos y nada ni nadie ha de sentirse incomprendido o relegado en la única comunidad eclesial».

De esta única Iglesia de Cristo, la Católica, van a ser proclamados Doctores, unidos a los 33 ya declarados a lo largo de su historia, san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen, y tal doctorado expresa, justamente, esta unidad esencial, la primera nota distintiva de la Iglesia, no tanto por aparecer en primer lugar, cuanto por ser en realidad la que define a las otras tres: santidad es la unidad con Dios; catolicidad, la unidad en el espacio; y apostolicidad, la unidad en el tiempo. Los Doctores de la Iglesia universal, y todos los carismas recibidos, junto con la multitud de los fieles que han de sentirse comprendidos y acogidos en la única comunidad eclesial, llamados en verdad pueblo de santos, no por las propias cualidades y perfecciones sino por el don de la gracia de Dios, pueblo que se extiende por toda la tierra, hundimos nuestras raíces hasta los primeros apóstoles del Señor, la Roca firme que hizo de Simón, hijo de Jonás, a Pedro, y «sobre esta Piedra —le dijo— edificaré mi Iglesia». En su fiesta, celebrada no por azar en unión del apóstol Pablo, la liturgia lo expresa con toda nitidez: «Pedro fue el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó; aquél fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel, éste la extendió a todas las gentes. De esta forma, por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia de Cristo». La Cátedra de San Pedro en la basílica vaticana, que ilustra este comentario, sostenida por los Doctores más representativos entre los latinos (san Ambrosio y san Agustín, de izquierda a derecha, en los extremos de la foto) y los griegos (san Atanasio y san Juan Crisóstomo), lo pone bien claro ante nuestros ojos.

Refiriéndose a san Juan de Ávila, en su mensaje del año 2000, Juan Pablo II subrayaba esa presencia de la única Iglesia, que ha de dar testimonio de Cristo, hoy como ayer. Como hoy, el momento histórico que le tocó vivir al Maestro Ávila era «de controversias y de cambios profundos», y él «supo hacer frente a esos grandes desafíos de la manera que sólo los hombres de Dios saben hacer: afianzado incondicionalmente en Cristo, lleno de amor por los hermanos e impaciente por hacerles llegar la luz del Evangelio», y lo hizo de tal modo que «ninguna dificultad, ni siquiera el agravio de la persecución, le pudo apartar de lo que era más esencial en su vida: ser ministro y apóstol de Jesucristo». Es decir, servidor y testigo, como nos invita a serlo hoy a todos la ya iniciada Misión Madrid.

Al ministro de Dios san Juan de Ávila le dieron con justicia el apelativo de Maestro, al que escuchaban con gusto. «Su palabra de predicador —dijo el Papa Pablo VI, en la homilía de la Misa de su canonización, el 31 de mayo de 1970— se hizo poderosa y resonó renovadora». Y añadió: «San Juan de Ávila puede ser todavía hoy maestro de predicación». En la Exhortación apostólica, de 1975, Evangelii nuntiandi, Pablo VI retomaba el apelativo de maestro, y lo hacía para entrar hasta el fondo de su significado, con palabras que había dirigido, el año anterior, a los miembros del Consejo Pontificio para los Laicos, y que más tarde subrayó Juan Pablo II, en su Carta a las familias, de 1994: «El hombre contemporáneo escucha de mejor gana a los testigos que a los maestros, o, si escucha a los maestros, es porque son testigos». No puede definirse mejor a san Juan de Ávila, como a todos los Doctores de la Iglesia, y en definitiva a todos los que formamos la única Iglesia de Cristo: servidores y testigos de la Verdad.