Francisco Pérez González: «Ser santo está al alcance de cualquiera»
El Cielo está lleno de santos anónimos de toda clase y condición, afirma en esta entrevista el sacerdote Francisco Pérez González, autor de Dos mil años de santos (Palabra)
¿Qué celebramos en la Fiesta de Todos los Santos?
Los santos y santas cuya fiesta se celebra un día particular del año han sido proclamados por la Iglesia como santos; sus vidas han sido propuestas como un verdadero ejemplo para todos y nosotros acudimos a ellos como intercesores. Hoy celebramos a todos aquellos que se han salvado, que ya disfrutan de Dios para siempre y que, sin embargo, no han sido declarados públicamente santos por la Iglesia. Son muchísimos más en número.
¿Quiénes son esos santos?
Hay de todo: hombres y mujeres, niños y ancianos, sabios y más lentos. Algunos fueron muy pecadores y un buen día conocieron mejor a Dios y se convirtieron; los hay que tuvieron bienes en la tierra y otros pasaron por esta vida sin tener donde caerse muertos. Los más estuvieron casados, otros eligieron ser célibes y algunos se quedaron solteros. Son personas que desempeñaron todas las profesiones: de oficios vulgares, militares, titiriteros y los hay con cartel de sabios. Ninguna profesión noble está excluida; da igual que fueran nobles o plebeyos; es lo mismo que labraran la tierra o mercadearan por el mundo, surcaran los mares o fueran mineros.
¿En qué consiste ser santo?
En querer a Dios y querer al prójimo. Está al alcance de cualquiera. Supone el esfuerzo por vivir como Dios quiere, por hacer su voluntad. La santidad es mirar a Jesucristo, conocerle bien y vivir como Él. Y se ve que no es cosa solo de palabras ni de simples deseos, hacen falta las obras.
Pero con todos mis pecados, ¿puedo yo también ser santo?
¡Claro que sí! Santa no es la persona que nunca peca, sino quien reconoce su pecado, pide perdón y comienza de nuevo a vivir como quiere Dios. La vida de la Iglesia está plagada de ejemplos que son estímulo para no desanimarnos con las dificultades ni con los tropiezos. A veces no se consigue todo a la primera. Hay ocasiones en que se nota que sin la ayuda de Dios sería una tarea imposible. En el fondo, la santidad no es la conquista de una meta que uno se propone, es más bien el triunfo de Dios en la persona santa a pesar de sus limitaciones.
¿Cómo podemos cada uno de nosotros ser uno de esos santos anónimos?
¡Ya nos ha hecho santos el Señor desde el día de nuestro Bautismo! Nos quitó el pecado, vino a habitar dentro de nosotros, nos dio la vida divina haciéndonos hijos de Dios. Esta es nuestra grandeza de cristianos. Queda el empeño de cada día para vivir en esa amistad con Dios, de defenderla ante cualquier tentación porque sabemos que es nuestro tesoro. Como por otra parte conocemos bien nuestras limitaciones y defectos, necesitamos aprovechar los medios que Jesús nos dejó en la Iglesia para poder serle fieles: la oración, su Palabra y frecuentar los sacramentos. Con esa ayuda que Dios nos dará siempre sacaremos adelante todos nuestros compromisos: los familiares, los profesionales y los de hijos de Dios que muestran a otros la alegría de la fe. Eso es ser santo; anónimo, pero santo.
¿Podemos invocar la intercesión de familiares o amigos de los que estamos convencidos de que están en el Cielo?
¡Por supuesto! Yo así lo hago. Y pasa lo que pasa: ¡que me escuchan!
¿Uno puede ir al Cielo solo, trabajándose su santidad, o es más un asunto comunitario?
Gracias a Dios, cada día somos más conscientes de que cristiano es más que un nombre. Suena a familia, a reunión, a pueblo, a Iglesia. El cristiano sabe bien que es parte o miembro de un cuerpo vivo –aunque místico– unido a Jesucristo Resucitado, que ya está en el cielo y es Vencedor del mal, del pecado y de la muerte. Es Jesucristo, el Señor, quien nos lleva al Cielo consigo, aunque todavía andemos de camino.
¿Qué ejemplos podría dar de santos más desconocidos que han llevado a otros al cielo?
Tenemos un montón: el niño enfermo que sonríe con la estampa de la Virgen; la madre que no tiene tiempo para ella porque es de los demás; la novia que sabe decir no; aquel médico que decidió no practicar el aborto y perdió oportunidades; la profesora que a pesar de los pesares enseña la verdad; el vecino ingeniero que entró en paro y supo bendecir a Dios; la viuda con cinco hijos que perdonó al que quitó la vida a su esposo; el joven que soportó la burla de los de su curso cuando se opuso a propuestas aberrantes; el empresario que va más allá de lo justo y es generoso por caridad… Esos son los santos desconocidos, corrientes, con fe fuerte en Dios, enamorados en verdad de Cristo, y llevan a muchos al Cielo, sin empujar.