«Señor, enséñanos a orar»
El estudio teológico no es un mero ejercicio intelectual; es un conocimiento que nace de la fe y vuelve a la fe. Oramos y estudiamos como dos movimientos del mismo espíritu
Homilía en la inauguración del curso de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, en la catedral de la Almudena. 8 de octubre de 2025
Querido rector, miembros del claustro, alumnos y alumnas, personal de administración y servicios, hermanos y hermanas en el Señor: La expresión alma mater —madre nutricia— nos recuerda el origen de la vida universitaria. En Bolonia, aquella comunidad de maestros y discípulos deseosos de conocer y compartir el saber descubría que el conocimiento no se engendra en soledad, sino en el seno de una madre que alimenta. Las universidades medievales nacieron de esa conciencia: aprender y enseñar eran tareas que unían a quienes buscaban la verdad. Y cuando la teología se incorporó a ese diálogo del saber —en París, en Palencia— se comprendió que hay un alma que da vida a toda ciencia: el deseo de Dios y la apertura al Misterio.
1.- Hoy, al comenzar un nuevo curso, la Palabra de Dios nos invita a mirar esa alma que anima el saber. El Evangelio según san Lucas nos muestra a Jesús orando. No está enseñando ni predicando, simplemente ora «en cierto lugar». Y, al verlo, uno de sus discípulos —que representa a toda la Iglesia— se atreve a pedirle: «Señor, enséñanos a orar». Esa es también nuestra súplica esta mañana: «Enséñanos a orar». Porque sin oración, la teología se vuelve discurso vacío, palabra sin savia; solo la relación con el Señor transforma el estudio en camino de sabiduría.
La teología, como cualquier saber humano, es siempre una aproximación al Misterio. Es una palabra humilde sobre un Dios que siempre es más, que nos sobrepasa, nos asombra, nos envuelve. Por eso, cuando Lucas describe a Jesús orando, no detalla el contenido de su plegaria, solo nos muestra la actitud vital. Y esa imagen basta para que los discípulos deseen entrar en ese misterio de comunión y pidan: «Enséñanos a orar». No piden técnicas ni fórmulas; piden aprender el aliento del Maestro, su manera de estar ante el Padre. Jesús no lo duda y, como si de respirar se tratase, les regala la imponente oración del padrenuestro: breve, sobria, esencial. Es la oración del Hijo que nos introduce en la intimidad de Dios. En ella se enlazan el cielo y la tierra, el misterio y lo cotidiano. Comienza reconociendo la primacía de Dios y termina confiando en Él las necesidades de la vida.

Pero lo primero que hace es ponernos en comunión: «Padre nuestro». No «padre mío», sino nuestro. Así nos recuerda que la oración nunca es un acto solitario. Nos hace pueblo, nos hace hermanos, nos sitúa en la raíz de la fraternidad universal. La oración nos revela quiénes somos: hijos necesitados del amor de Dios. Benedicto XVI decía que la oración requiere discreción, porque pertenece al ámbito del amor; pero esa discreción no elimina su dimensión comunitaria. Solo formando parte del «nosotros» de los hijos de Dios podemos elevarnos hasta Él. Por eso, la oración personal y la comunitaria se entrelazan: una alimenta a la otra. Sin comunidad, la oración se marchita; sin oración, la comunidad pierde el alma.
2.- Queridos hermanos y hermanas, esta Eucaristía con la que inauguramos el curso académico es una celebración de la misericordia del Señor. Le pedimos que nos haga hombres y mujeres de oración como requisito para ser hombres y mujeres de estudio. Que sepamos escuchar, antes que nuestros triunfos y prestigios, la voluntad y la misericordia del Dios bueno que busca salvar a Nínive y a nuestro mundo, contando con nuestra pobre presencia. Porque quien no ora, no entiende. Solo el orante de verdad puede penetrar en el misterio que estudia. Así el estudio teológico no es un mero ejercicio intelectual; es un conocimiento que nace de la fe y vuelve a la fe. Oramos y estudiamos como dos movimientos del mismo espíritu: la oración abre el alma al misterio; el estudio ayuda a comprenderlo con la inteligencia que Dios nos ha dado. Por eso ni la oración ni la teología nos aíslan de nuestro mundo. Ni la oración ni la teología invitan a encerrarnos, sino que convocan al encuentro. Con Dios, pero también con los demás hermanos dentro y fuera de la Iglesia. El Papa Francisco advertía contra dos extremos: una espiritualidad sin Dios, diluida en emociones vagas, o una espiritualidad cerrada, que pretende tener certezas de lo que Dios «dice» a cada instante de manera categorial, confundiendo la voluntad de Dios con lo que «siento» que me dice particularmente el Señor. Es la de quienes pretenden convertirse en únicos intérpretes de Dios, infalibles para las vidas ajenas que se infantilizan, introduciendo peligrosas derivas sectarias. Ambas reducen el misterio. La fe verdadera requiere humildad, autocrítica y comunión con la Iglesia. Jesús ya denunció los peligros de una religión vacía, hecha solo de fórmulas, o de una devoción sentimental que no transforma la vida.
3.- Oración y teología están mutuamente implicadas. Lo recordaba el Concilio Vaticano II: la comprensión de la Palabra de Dios crece cuando los fieles la contemplan, la estudian y la guardan en el corazón. Y santo Tomás decía que el estudio de la teología nos hace amigos de Dios. Separar oración y teología es, por tanto, imposible. Y también lo es separarlas de la vida. Los desafíos del mundo —la cultura, la historia, el dolor de los pueblos— son lugares donde Dios se revela. Ahí se hace teología, en el contacto con la realidad, en la escucha de los signos de los tiempos. El estudio teológico ha de mantener un compromiso riguroso, pero atento a las voces de la cultura, a los desafíos del mundo moderno. En este momento ha de estar muy pendiente de las situaciones de guerra en el mundo, estas han de estar como llamadas en nuestras aulas; y también de los avances tecnológicos como la inteligencia artificial y, sobre todo, del grito silencioso de los pobres, de las víctimas, de los jóvenes que buscan sentido. Una teología que no escuche el clamor del mundo se vuelve autorreferencial y sin espíritu.

4.- Una universidad católica está llamada a ser lugar de diálogo y casa de encuentro, espacio donde la fe y la razón se fecunden mutuamente, donde se piense con mente abierta y corazón creyente, en plena sintonía con el caminar de toda la Iglesia. En sus aulas y comunidades, oración, teología y discernimiento eclesial deben entrelazarse como hilos de un mismo tejido que da forma al rostro sinodal que hoy la Iglesia despliega. El Papa León ha acogido con esperanza el proceso sinodal emprendido en toda la Iglesia y anima a continuar ese camino con decisión y fidelidad al Espíritu. Desde esta invitación, os propongo que en este curso la sinodalidad sea asumida como línea prioritaria y transversal en todas las dimensiones de la vida universitaria: tanto en la reflexión académica como en la tarea emprendida de renovación de estructuras que permitan que la vida eclesial sea cada vez más participativa, corresponsable y misionera. Esta llamada responde a un sentir profundo del Espíritu que, a través del camino sinodal y la oración, inspira una nueva forma de pensar, discernir y actuar en comunidad. Pidamos, pues, que nuestra universidad sea un espacio donde la fe se piense, donde la razón se ilumine y donde la verdad se busque con alegría. Una universidad que, con rigor intelectual y hondura espiritual, subraye el carácter y la estructura sinodal de la Iglesia, haciendo del amor, la escucha y la comunión las notas distintivas de su identidad y misión. Con esta petición de incorporar la sinodalidad de forma específica a nuestros acentos, pido al Señor que nuestra universidad siga implicándose en las tres líneas maestras que os apuntaba el curso pasado por estas fechas: que preste un servicio evangelizador saliendo al encuentro de la realidad de nuestro mundo. Que participe de la necesaria conversión pastoral de todas nuestras estructuras diocesanas, sintonizando con las claves de la Iglesia particular a la que primariamente sirve. Que siga fomentando con intensidad la colaboración cordial con otras instituciones teológicas universitarias de nuestra diócesis, como expresión de la espiritualidad de la comunión.
Queridos hermanos y hermanas, al comenzar este curso, repitamos con los discípulos: «Señor, enséñanos a orar». Enséñanos a orar para aprender a escuchar. Enséñanos a estudiar para servir mejor. Enséñanos a servir para amar como Tú amas. Que cada uno de nosotros —profesores, alumnos, personal de servicio— nos sintamos llamados a vivir este año académico como una vocación: la vocación de servir a la verdad y a los demás. Que la oración sostenga nuestro estudio, y que el estudio enriquezca nuestra oración. Que María, Sedes Sapientiae, nos acompañe en este camino del saber iluminado por la fe. Y que el Espíritu Santo renueve cada día nuestra búsqueda de la verdad y haga de nuestra universidad una verdadera alma mater, una madre que nutre, acompaña y hace crecer al ritmo de nuestra Iglesia.