El pesimista suele decirse a sí mismo realista. Quizá haya estado disertando sobre la descomposición de un mundo en crisis, quizá predicando la maldad intrínseca de los hombres, quizá demostrando lógicamente la inexorabilidad de sus problemas, y de pronto alguien luminoso, turbado tal vez por un discurso tan lúgubre, le haya impelido a ser menos cenizo. Él lo habrá mirado condescendiente, como el intelectual arrogante al iletrado que gruñe rudezas, para recordarle a continuación que su perspectiva no es agorera, sino realista, que no es pesimista, sino cabal.
Es realista, piensa nuestro pesimista, quien desvela la infraestructura perversa del mundo, aquel que ha descubierto, tras el juego de apariencias mendaces que cautiva nuestros sentidos, tras el trampantojo que los confunde, un fondo de crudeza y mezquindad. Sabe que el hombre es un lobo para el hombre aunque se engalane de oveja, que la única razón de Estado, el verdadero motivo por el que se tensan arcos y se desenfundan espadas, es el poder. Con Hobbes, afirma que el ser humano está movido por pasiones conflictivas y, con la posmodernidad, se consagra a la indispensable tarea de deconstruir a los héroes: ve miseria donde todos exaltan grandeza, aprecia egoísmo donde el hombre corriente, viciado por una inocencia engañosa, admira sacrificio y abnegación.
El discurso del pesimista contiene verdad, naturalmente: hay en el mal del hombre una dimensión endémica, crónica, que se resiste a la supresión. Por eso los planes de los ideólogos, que fantasean con paraísos terrenales, son quiméricos. Nunca se podrá abolir plenamente el dolor. Cuando hablamos de pecado original, los cristianos nos referimos a esa misteriosa, también secular, inclinación del hombre hacia el vicio. Incluso los actos más genuinamente nobles están contaminados por una doblez, incluso tras los amores más depurados subyace un amor propio. Basta con examinar nuestro corazón: ¿hacemos el bien por el bien? ¿O nos mueve un deseo, siquiera mínimo, de reconocimiento y prestigio? ¿Somos dadivosos con el mendigo por amor a él o para aliviar, en cambio, nuestra conciencia? En las mejores causas hay siempre, por desgracia, también un rastro de mal.
No obstante, nos resistimos a darle la razón al pesimista. Mi maestro, Salvador Antuñano, quien cita a su vez al suyo, dice habitualmente que las filosofías erróneas no lo son tanto por lo que afirman como por lo que omiten. Creo que el pesimismo no es realista, sino reduccionista. Lejos de cultivar la virtud de la lucidez, incurre en el vicio de la sinécdoque: toma la parte por el todo. Abrumado por el mal, pretende explicar la realidad entera recurriendo a él. Su mirada es menos realista que desatenta. Es insensible a cuantos aspectos de la realidad refutan su teoría: a los amores que sobreviven a las crisis y al desencanto, a las abnegaciones silenciosas e ingratas, a los héroes que arrostran peligros y juegan al mus con la muerte. Predicar un mundo perverso me resulta tan absurdo como predicar un mundo perfecto. Proclamar la ausencia de bienes es tan equivocado como proclamar la ausencia de males.
Por eso yo reivindico un realismo que abjure del cinismo y acepte la contradictoria complejidad de las cosas. Chesterton escribía paradojas porque la realidad sobre la que escribía es paradójica. No habitamos un mundo unívoco, sino intrincado. El pecado del pesimista es la simplificación. Apenas ve egoísmo donde también hay nobleza, apenas ve interés donde sobreabunda la caridad. Su mirada es ponzoñosa, lo enfanga todo. Un verdadero realista ha de alejarse de él tanto como del optimista. Su vocación, además de distinguir el mal que se oculta tras el bien, consiste en ensalzar el bien que sobrevive a la perseverancia del mal. Debe reunir la lucidez necesaria para descubrir la sombra y la inocencia precisa para exaltar la luz.
El realista no degrada la realidad, como el pesimista; reconoce el claroscuro. Sabe que en el corazón humano conviven una misteriosa propensión al mal y un anhelo innegociable de plenitud, que en el mundo de los hombres hay simas de miseria y cumbres de gloria, que el animal humano es capaz del asesinato y del martirio, dramáticamente capaz de la traición más mezquina y de esa lealtad arriesgada, aventurera, que dice sí hasta la muerte.