Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que la defensa de la vida suscitaba encendidos debates en las Cortes, los medios de comunicación, los tribunales de Justicia e incluso las tertulias de café. Cruces de opinión y argumentos, a menudo acalorados, entre quienes sostenemos que los niños engendrados aunque todavía no alumbrados son titulares de derechos merecedores de protección y los convencidos de lo contrario. Polémicas reveladoras de cierto interés social por una cuestión que afecta a la concepción misma de lo que constituye nuestra esencia como especie. Hoy esa controversia ha desaparecido de la agenda pública española. A nadie parece restarle un ápice de tranquilidad. Se ha impuesto por mayoría cercana a la unanimidad la tesis de esa ministra de Sanidad, experta en flamenco, persuadida de que un feto en el vientre materno «es un ser vivo, pero no un ser humano». ¿Cómo podría serlo? ¿Eliminaríamos sin remordimiento a millones de criatura sindefensas si tuviéramos el coraje de verlas como loque son? ¿Quién mataría a sus hijos?
La palabra «aborto» no fue pronunciada ni una sola vez en la fallida sesión de investidura de Pedro Sánchez. Ni siquiera se utilizó el eufemismo al uso, «interrupción voluntaria del embarazo», con el que lavan su conciencia los reacios a llamar a las cosas por su nombre. El candidato tuvo la desfachatez de afirmar en su discurso que «las mujeres podrán decidir sobre su maternidad», como si ahora se nos privara de esa facultad con alguna clase de coerción, sin que hubiera un interviniente dispuesto a señalarle su error y subrayar su mala fe. Lógico. Su socio, Ciudadanos, ha firmado un documento en el que se dice textualmente que «ambas organizaciones defienden la Ley de plazos» y se añade, por si alguien albergara alguna duda, que «el Partido Socialista se reserva la posibilidad de impulsar la reforma de la Ley en relación con las jóvenes de 16 y 17 años». Algo que no parece contrariar a Albert Rivera. En cuanto al PP, hace tiempo que rindió el último estandarte de esta batalla en defensa de los más vulnerables. Exactamente el día en que Celia Villalobos, autora de la lapidaria sentencia «quienes no caben en el PP son los que se oponen al aborto», fue premiada con la Vicepresidencia Primera del Congreso, mientras los diez parlamentarios que habían permanecido fieles a la postura tradicionalmente mantenida por el centro-derecha veían constituirse las Cortes desde sus respectivas casas, tras haber sido expulsados de las listas. Todos, los diez diputados y senadores, sin una concesión piadosa al «qué dirán» los electores ni un resquicio de vergüenza por deshonrar la palabra dada.
La vida de los no nacidos no interesa. La vida de los no nacidos no da votos. De hecho, en opinión de algunos insignes arúspices, los quita. La vida de los no nacidos es un asunto espinoso, que acarrea burlas y amenazas en las redes sociales a quien tiene el coraje de exigir que se respete. La vida de los no nacidos demanda a las autoridades medidas de apoyo eficaz a las mujeres embarazadas y exige a los padres que asuman su responsabilidad. La vida de los no nacidos nos obliga a transitar por territorios inhóspitos desde el punto de vista ético, que nadie quiere explorar. ¿En qué momento exacto empieza? ¿A quién pertenece? ¿En qué punto se sitúa la frontera entre los derechos de la madre y los del hijo? ¿Cómo conceder libertad ilimitada a una parte sin negar a la más débil la oportunidad de existir? La ciencia, pese a sus gigantescos avances, no ha resuelto esos conflictos. La convención de las doce semanas como plazo admisible para liquidar (que no interrumpir) una gestación tiene más que ver con la morfología, esto es, con el momento en el que el feto adquiere una forma tan inequívocamente infantil como para herir la sensibilidad del personal sanitario encargado de llevar a cabo la «tarea», que con criterios de mayor calado médico. De ahí que todos se pongan de acuerdo en archivar el asunto en el cajón del relativismo donde duermen el sueño de los justos tantos principios abandonados, y acto seguido apagar la luz. Ojos que no ven, oídos que no oyen, conciencias que no se inquietan, gentes que viven contentas.
En el fondo de un archivo duerme igualmente el sueño de los vagos el recurso presentado ante el Constitucional por un PP diferente a este, hace ya más de un lustro, cuando abanderó desde la oposición el combate contra la reforma que en 2010, sin previo aviso ni compromiso programático, convirtió el aborto en un derecho indiscriminado de la mujer. La discusión, a la vista está, no procede tampoco a nivel jurídico. Es evidente que no urge a ojos de sus señorías. Y desde luego no conviene a quien aspira a una jubilación tranquila. Al menos en España. Fuera de aquí, en el corazón de Europa, hay gentes de bien empeñadas en mantener viva una lucha tan impopular como justa.
Han adoptado el nombre de One of Us (Uno de Nosotros) con el afán de dar voz a quienes carecen de ella por vivir dentro de un cuerpo que no siempre es lugar seguro. No se resignan ni se acobardan frente a la tendencia dominante al silencio. Proclaman que la vida es un don, el más preciado; y su defensa, un legado irrenunciable de la civilización occidental. Quieren unir fuerzas, superar diferencias y construir un futuro basado en valores universales que costó mucho consolidar y ahora parecen pasados de moda.
En estos tiempos de invasiones bárbaras, cuando el hedonismo individualista impone sus dogmas a una sociedad adormecida, acobardada, incapaz de sacudirse la pereza intelectual, los impulsores de One of Us nos llaman a ser valientes y reaccionar. A tomar la palabra con el fin de que el debate no muera. A sostener la bandera de esta causa. Su iniciativa popular ha sido la más respaldada de la historia europea, con dos millones de firmas. Dos millones de personas que no se olvidan de la vida.
Isabel San Sebastián / ABC