12 de octubre. El escandalizador Willy Toledo se arranca con una retahíla de insultos a España, los símbolos nacionales y –llegamos a lo nuestro– la Virgen del Pilar. Días después, tras pasar su discurso por el tamiz de la reflexión, insiste y se refiere a la Virgen como una «figurita de madera».
16 de octubre. El mánager de Carlos Sainz Jr. difunde una imagen de la medida de la Virgen del Pilar explicando que el piloto la llevaba en su casco cuando sufrió un brutal accidente en el Gran Premio de Fórmula 1 de Rusia. Unamos las dos escenas. La talla de la Virgen del Pilar es una efigie de madera de 36 centímetros labrada por Juan de la Huerta. La de Sainz es una cinta de 36 centímetros –la misma medida de la Virgen– de tela. Un trocito de tela que recuerda a una figurita de madera… ¿Por qué?
Porque, desde hace siglos, millones de personas se arrodillan ante esa imagen; cientos de miles cuelgan en las esquinas de sus camas y guardan en sus carteras –o cascos de moto– esas cintas de colores que, bendecidas, no son otra cosa más que un recuerdo del manto de la Virgen, el que se llevaba a las casas de los enfermos que así lo pedían para darles consuelo en el sufrimiento. Porque nadie en su sano juicio depositaría esperanza alguna en un trozo de tela que no sería más importante que un jirón de camiseta vieja si no fuera por un pequeño detalle llamado fe.
Decía un capellán de la legión antes de entregar detentes a los caballeros que partían a Afganistán que esa imagen del Sagrado Corazón de Jesús no debía recibirse como una pata de conejo, sino como algo espiritual entre Dios y cada soldado. Algo no para evitar los malos momentos, sino para sentirse amparado cuando lleguen. Algo que, como la medida de la Pilarica o una estampa del Gran Poder, se entiende solo desde la fe.
Para Willy, una pata de conejo o la tapita de un yogur, qué más da. No hay nada peor que tener que confiar solo en la suerte.