Santiago Agrelo: «Rechazar al emigrante es negar el Evangelio»
De párroco en la diócesis de Astorga, el gallego Santiago Agrelo fue nombrado en 2007 arzobispo de Tánger. Hasta entonces no había puesto un pie en Marruecos ni había tenido apenas contacto con el mundo de las migraciones. Hoy es un referente para la defensa de los derechos humanos en la frontera sur de Europa y un apasionado del diálogo con el mundo musulmán. A tres meses de cumplir los 77 años (dos por encima de la edad a la que deben presentar los obispos su renuncia), Santiago Agrelo ve coronada su misión con esta visita del Papa
¿Qué querría usted que viera ante todo el Papa durante su visita?
Él ya conoce cómo es la vida de la comunidad cristiana en Marruecos y, en general, la vida de las Iglesias en el norte de África, con países de mayoría musulmana donde los cristianos constituimos una minoría exigua. Exigua, no insignificante, porque es una presencia muy significativa dentro del mundo musulmán.
Lo que yo espero es que Francisco tenga ocasión de acercarse a la realidad de la emigración. En Marruecos tenemos a muchos estudiantes africanos subsaharianos que vienen a completar aquí sus estudios universitarios, mantienen un contacto muy vivo con la Iglesia y representan una inyección de juventud en nuestras comunidades. Y luego están los otros, los no reconocidos, los acosados y acorralados de muchas maneras. Ellos son, para la Iglesia, el mayor motivo de preocupación desde hace años. Cuando los obispos invitamos al Papa a venir a Marruecos, una de las razones que exponíamos era que pudiera tener una palabra de cercanía de la madre Iglesia a estos hijos predilectos suyos, al pueblo de los caminos de la emigración.
Ha contado usted hace poco que, antes de conocer de primera mano esta realidad, consideraba usted responsables de su propia situación a los migrantes que se jugaban la vida en su trayecto hacia Europa. ¿Cómo se cayó usted del caballo?
Yo creo que esto es algo que le pasa a todo el mundo: cuando uno no ha entrado en contacto directo con el mundo de la migración, lo normal es que tengamos prejuicios, y los prejuicios nos impiden comprender la realidad. Mi caída del caballo se produjo simplemente al encontrarme de bruces con un emigrante en una situación lastimosa y que había recorrido un camino lleno de dificultades hasta la Cáritas del Obispado.
¿Cómo es su relación con estos migrantes subsaharianos?
Están en casa, es un contacto muy directo… La esperanza que yo tengo es que conserven en la memoria, en el corazón, el recuerdo de una Iglesia que los acogió en el camino y los trató como seres humanos, como hijos de toda la vida.
¿Qué piensa usted cuando ve que, en España, incluso dentro de las comunidades católicas, avanzan ciertos movimientos e ideologías que hacen bandera contra la migración?
Eso me causa muchísima pena. Lo voy a decir así: me causan pena los emigrantes porque veo su sufrimiento, pero después de todo a ellos los considero personas salvadas, personas amadas, cosa que no puedo decir de quienes los rechazan. Sean cuales fueren sus motivos, me causan muchísimo dolor estas personas, no tanto por el daño que causan a los migrantes, cuanto por el que se van a causar a sí mismas. Se están cargando con una responsabilidad tremenda delante de Dios nuestro Señor, delante del Padre de los pobres. Yo creo que tenemos mucha responsabilidad los obispos, los presbíteros, los religiosos…, quienes de alguna manera en la comunidad ejercemos una función educativa. Tenemos una enorme responsabilidad si no alertamos a estas personas de que la no acogida a los pobres supone la negación del Evangelio.
Estos movimientos xenófobos se presentan a veces como defensores de la civilización o la cultura cristianas, presuntamente amenazadas por la llegada de personas de otra cultura y religión.
Y yo me pregunto qué es eso de la civilización y de la cultura cristianas. El Señor no habla para nada de cultura cristiana. Dijo simplemente que había sido enviado a «evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos». Esa es la única cultura que vale la pena llamar cristiana.
Tenemos a dos arzobispos procedentes de España en Marruecos, pero la realidad es que a estos dos países los separa la frontera con mayores desigualdades económicas —y quizá también culturales— que existe en el planeta. ¿Qué propondría usted para ayudar a tender puentes?
Mirar al diferente con ojos acogedores es muy enriquecedor. Es una cuestión literalmente de ojos. Si yo me encuentro con alguien y, aunque nunca antes le haya visto, nuestras miradas se cruzan y, con ellas, una sonrisa, entonces nos hemos entendido, nos hemos acogido. Y este mundo anda muy necesitado de miradas acogedoras.
¿Qué le han aportado estos doce años como obispo en Marruecos?
Creo que soy incapaz de resumir lo que ha dejado en mi vida este tiempo. Ha sido un período muy enriquecedor en mi vida, por el contacto con el mundo musulmán y con mis vecinos marroquíes, gente con la que me encuentro y nos saludamos todos los días. Es como una imagen de un mundo que yo creo que es posible para todos: un mundo sin miedos, sin desconfianzas; un mundo, diría yo, a la medida de los niños, que juegan juntos, que no se temen unos a otros, sino que simplemente disfrutan en compañía de la vida que el Señor ha puesto a nuestro alcance. Esto se aprende mejor siendo minoría, desde una Iglesia que no tiene poder ninguno, como sucede en Marruecos. Somos un puñadito de personas, no representamos nada para nadie. Y sin embargo, somos como un puñadito de arena que le da color a toda la playa.