Hoy, 31 de julio: fiesta de san Ignacio de Loyola: Sangre de Cristo, embriágame
Es bien conocido que leer la vida de los santos influyó en la conversión de san Ignacio de Loyola. También lo hizo la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia, el Cartujano, una obra que se enmarca dentro de la piedad popular de su época: «¿De qué puede presumir el hombre miserable y flaco? Cierto de ninguna cosa, sino de la sola muerte de Jesucristo. Si te parece el mundo dulce, más dulce es Jesucristo; y, si es amargo, Él sufrió por ti todas las amarguras»
Más que una lectura pasajera, la Vida de Cristo de Ludolfo de Sajonia, el Cartujano, supuso para Íñigo de Loyola –convaleciente en la casa paterna tras ser alcanzado por una bala de cañón en el sitio de Pamplona– un auténtico cambio de vida. Y, con la suya, la de generaciones de cristianos que, desde hace siglos, han hecho los Ejercicios espirituales para dar un fuerte impulso a su vida.
Ludolfo de Sajonia fue un monje cartujo que vivió, en torno al año 1300, en el norte de Alemania. Su Vita Christi –leída por numerosos santos de su época, entre ellos santa Teresa de Jesús y san Juan de Ávila– es un recorrido armónico por los cuatro evangelios, al que añade textos de la piedad popular, oraciones, paralelos del Antiguo Testamento y citas de los Padres de la Iglesia.
De su lectura, emerge un Cristo muy humano, lejos de sentimentalismos y de espiritualidades desencarnadas. De sus páginas, surge una experiencia muy cercana al Señor, vivo y presente en los sacramentos, y un modo de vivir la fe, carnal y concreto, del que se alimentará más tarde la Contrarreforma. En esta época abundan diferentes Vidas de Cristo que subrayan la humanidad del Señor, devociones como el vía crucis o las cinco llagas, las peregrinaciones a Tierra Santa, la iconografía de La Piedad… Todo ayudaba para ver y tocar a Dios que nos tocó a nosotros en la carne de Jesús.
Nace también la costumbre de contemplar las escenas de la vida del Señor –un método de oración muy ignaciano–. Dice el Cartujano: «Tú, cristiano, contempla con atención todas las cosas que de tu Redentor se dicen, y trátalas tardándote en la contemplación de ellas, y sigue con todo corazón las pisadas de tu Señor».
De entre todas las escenas de la vida de Jesús, sobresale la meditación de la Pasión, «de la cual siete veces al día, cuando menos, se debería recordar el cristiano», recomienda Ludolfo de Sajonia, pues «muchos y grandes bienes vienen al hombre que se ocupa con amoroso detenimiento en esta santa Pasión».
En los mismos Ejercicios, san Ignacio exhortaba a contemplar la Pasión, «imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. […] El coloquio se hace propiamente hablando, así como un amigo habla a otro…».
No de otro modo dialogaba el Cartujano: «Cristo dijo: Tengo sed; y no: Duélenme mis llagas. Pues, oh, Señor, ¿de qué has sed? Tengo sed de tu fe y de tu espiritual alegría, que más me atormenta la sed de la salud de tu ánima que los tormentos de mi Cuerpo».
Lejos del tinte tremendista y sentimentaloide con que, a veces, se ha leído la Pasión, Ludolfo anima a considerarla «para gozarnos, porque alegrarnos debemos en ella de la inmensa piedad de Dios. Como si Cristo dijese: Si habéis compasión de Mí, reinarás conmigo». Pues, de esta manera, «si deseas tener curador de tus llagas, Cristo médico es. Si de fiebres padeces trabajos, fuente de refrigerio es. Si eres de maldad cercado, justicia y santidad es. Si has menester socorro, esfuerzo y virtud es. Si temes la muerte, vida es. Si aborreces las tinieblas, luz es. Si deseas ir al cielo, carrera es. Si buscas manjar de pan vivo, mantenimiento es. E por ende bien dijo el sabio: Perfecta ignorancia es saber muchas cosas y no saber a Jesucristo…», escribe Ludolfo.
Sangre y agua, la lanzada en el costado de Cristo, las llagas del Señor…: es lo que mira el Cartujano al contemplar la Pasión del Señor. En todos estos elementos inciden también los Ejercicios de san Ignacio, así como el Anima Christi, la oración con la que comienzan. De autor desconocido, era muy popular en la piedad de su época, y, desde hace siglos, el pueblo cristiano la reza después de comulgar:
Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh, buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti. Para que con tus santos te alabe. Por los siglos de los siglos. Amén.