Sanar a los pastores con heridas
Los sacerdotes no están exentos de tener depresión. De hecho, es más frecuente de lo que se muestra, ya que si piden ayuda, sienten que están fallando en la firmeza de su lealtad a Dios. El Apostolado Salvatoriano gestiona en Roma el centro Monte Tabor, una clínica para tratar sus problemas psicológicos, psiquiátricos y existenciales
No hay un termómetro para medirla, solo algunos síntomas que hacen saltar la alarma. Cierta tristeza agridulce que acaba por entumecer el cuerpo; melancolía crónica; cambios en el apetito; insomnio; cansancio, o pérdida del interés ante aquello que antes levantaba el ánimo. La depresión va más allá de la sensación de estar decaído o de pasar una mala racha. Es una enfermedad.
En todo el mundo afecta a 300 millones de personas y los curas también están a su alcance. Su entrega es radical y su labor, más difícil que nunca en un mundo hostil, manchado por la lacra de los abusos sexuales, que se pone en guardia cada vez que ve pasar una sotana. Toda una bomba de relojería que puede explotar en cualquier momento si no se trabaja de forma preventiva el músculo de la salud espiritual y psíquica. «La vocación exige una dedicación y un sacrificio total. Allí donde la llamada es fuerte, pero no está sostenida por un andamiaje espiritual resistente, hay un gran riesgo de que la vocación se deteriore o acabe por romperse», asegura el diácono y profesor Marco Ermes Luparia, del Apostolado Salvatoriano, área de las Vocaciones, un órgano presente solo en Italia que se preocupa del bienestar psíquico del clero. Su brazo operativo es el Monte Tabor, una clínica para sacerdotes escondida en un lugar a las afueras de Roma para preservar la privacidad de sus pacientes, donde se tratan problemas psicológicos, psiquiátricos y existenciales.
Desde hace 25 años su horizonte está en reparar el daño antes de que sea demasiado tarde. Son pioneros y casi únicos en su especie. «Nos llegan curas de todas partes del mundo, no solo de Europa. México, Siria, Filipinas…», explica Ermes Luparia tras explicar que su lema espiritual, Ex vulnere redemptio —De la herida al resurgir— resume bien su misión.
Cuando pusieron la primera piedra de este proceso de regeneración, el laberinto de la salud mental era una losa demasiado pesada, sobre todo, en el seminario. «Estaba estigmatizado. Era una realidad invisible, sigilada por el sacramento de la Confesión, donde la terapia no llegaba nunca». «Pero la Iglesia ahora está marcha, lo que a veces parece que molesta a los que nos critican desde fuera. Aunque es verdad que queda mucho por hacer, sobre todo, en el campo de la formación». En muchos casos, incide el experto, «las problemáticas psicosociales explotan solo después de la ordenación sacerdotal, pasando desapercibidas ante quien debe hacer el discernimiento».
Un cura no nace, se hace. O, mejor dicho, se hornea en los seminarios, de donde sale ungido de misión dispuesto a cargar sobre sus espaldas con las miserias de la muchedumbre que se va encontrando por el camino. Por eso la instrucción psicológica y espiritual en el trabajo pastoral es clave. «El cura está llamado a dar el 100 % de sí mismo en el servicio a los demás. Y si no lo hace está mal visto. Pero, por desgracia, ni en la formación ni en el discernimiento se tocan estos aspectos de donación extrema en la misión. Y cuando emerge la fragilidad, el malestar es tan tremendo que solos no pueden salir», reseña Ermes Luparia.
Pocos sacerdotes piden ayuda
La mayor parte de las personas con algún trastorno psicológico se avergüenza y se siente culpable. Únicamente un 35 % se anima a recurrir a un profesional. Y esta mala respuesta está más presente si cabe en la vida consagrada, porque los sacerdotes con depresión sienten que están fallando en la firmeza de su lealtad a Dios. «La ayuda del entorno es fundamental. A veces, ni siquiera son conscientes de lo que les pasa. Por eso la fraternidad sacerdotal en la vida de la comunidad es uno de los puntos cardinales. Si uno de tus hermanos suele ser un tipo divertido, que siempre cuenta chistes y, de repente, un día tras otro está más taciturno, no habla demasiado, se queda en su habitación y no baja a cenar… ahí hay que preguntarse qué ha pasado y buscar ayuda», manifiesta.
Tampoco ayudan los ritmos frenéticos que impone la actividad pastoral. Sin horarios, sin vacaciones, sin flexibilidad laboral y sin tiempo para cuidar de sí mismos, muchos curas terminan sufriendo el síndrome del burnout. Por eso, desde el Apostolado de las Vocaciones abogan por educar a los sacerdotes en adoptar una forma equilibrada de reposo y fatiga. «Un retiro no son vacaciones. Y unos ejercicios espirituales tampoco. Hay que recuperar el tiempo de recreación libre. Los que creen que ser un buen sacerdote es dormir tres horas al día y trabajar por los demás el resto están equivocados. Ese estrés es insostenible y lo primero que se penaliza es la oración, que es precisamente la gasolina fundamental para tirar hacia adelante», subraya. «Los sacerdotes en el pasado trabajaban más, pero la diferencia con los de hoy radica precisamente en que antes existía de forma paralela una regeneración espiritual cotidiana con un gran espesor. Hoy, en cambio, se preconiza la cultura del hacer y no del ser. Y esto es porque existe la tiranía del intelectualismo, que va en detrimento de la espiritualidad. Todo en la vida, incluida la formación sacerdotal, está orientado a la racionalidad del saber a dar respuestas cognitivas y al estudio sesudo», acierta. Para salir del pozo de la apatía, los curas tienen que aprender a cuidar de sí mismos y a dedicar gran parte de su tiempo a reforzar la parte espiritual.
Según las estadísticas que maneja el Vaticano, a día 31 de diciembre de 2017 había 424.582 sacerdotes repartidos por el mundo. 387 menos que el año anterior. Pocos para sanar las heridas del rebaño. Sin embargo, el problema no es la cantidad, sino la calidad. Muchos de los curas católicos están deprimidos y estresados y, la jerarquía eclesial, además de inventar nuevas formas de tracción vocacional, está cada vez más interesada en que los que ya están no abandonen sus filas. «Muchas experiencias de vocación acaban frustradas porque hay un choque brutal entre el ideal que se ha imaginado la persona que se mete a cura y la realidad. Se bloquean detrás de ese ideal, sueñan con ser santos, pero en realidad se comportan como lobos que se comen a las ovejas. Entonces, en vez de vivir la fragilidad que hay en el mundo como una oportunidad para poner el pie en Cristo, empiezan a surgir problemas de inadaptación», revela el misionero comboniano y psicoterapeuta italiano Giuseppe Crea, que lleva una década estudiando las patologías psicológicas y psiquiátricas en la vida consagrada.
Las calificaciones de la depresión varían, y mucho, entre los especialistas. Dependen de la intensidad, de la duración y del motivo que ha llevado al paciente a padecer este mal. Pero la condición clerical tiene una serie de variables propias. Por ejemplo, no son infrecuentes los problemas ligados a las relaciones de los sacerdotes entre sí. Conflictos que pueden derivar, en ocasiones, de la falta de puentes entre los jóvenes y los mayores, las diferencias de pensamiento entre quienes se dicen conciliares y posconciliares, los progresistas y los conservadores o los que buscan hacer carrera y los que se entregan a fondo perdido a la gente. En este sentido, el profesor de la Universidad Salesiana de Roma hace hincapié en la necesidad primordial de formar sacerdotes capaces de gobernar la comunidad parroquial: «Hay que ayudarles a regular sus pulsaciones, para que, ante la sorpresa o la novedad, no se vuelvan niños inmaduros. No podemos orientar la formación en crear salvadores del mundo que olviden que el único que salva es Cristo. Más bien, hay que fundamentar en los cursos del seminario que la fe más auténtica es la fe de la duda, la que se confronta con la realidad».
Ser cura es, ante todo, una labor de servicio y ayuda al prójimo. La fuerza y la solidez mental, religiosa y psicológica, son herramientas básicas para poder cargar siempre con los problemas de los demás. Y esto, en la práctica, se aleja de la imagen de superhéroes. «Esta es una visión errónea que hace que cuando hay un problema no se pida ayuda», remacha Crea, que receta oración, fraternidad sacerdotal y, por supuesto, ponerse en manos de especialistas cuando los síntomas se hacen evidentes.
Sus estudios apuntan a que hay un cierto paradigma que engloba el temperamento de quienes se entregan a la vida consagrada: «Suelen ser estructurados, rutinarios, extremadamente organizados, seguros de su tradición, pero a la vez son personas que ante la novedad y la sorpresa se sienten fuera de lugar. Y el sistema formativo, además, los acostumbra a la rigidez y no a la flexibilidad. Sin embargo, el mundo está lleno de excepciones. La gente suele meter en crisis al sacerdote». Por ello, resalta que es necesaria una formación permanente que verifique de continuo cómo la persona se adapta a las situaciones personales. «Los curas están rodeados de personas por lo que la dimensión afectiva y emocional siempre entra en juego. Es muy peligroso que el sacerdote no sea una persona completamente madura», concluye.
Como suele señalar el jesuita Hans Zollner, miembro de la Pontificia Comisión para la Protección de Menores y director del Centro para la Protección de Menores de la Universidad Gregoriana de Roma, la vocación sacerdotal es una de las más difíciles de vivir. Y ellos también necesitan un refugio.