San Rafael Arnáiz, recordado por el padre Damián Yáñez: ¡Éste no dura ni una semana! - Alfa y Omega

San Rafael Arnáiz, recordado por el padre Damián Yáñez: ¡Éste no dura ni una semana!

La personalidad alegre de san Rafael Arnáiz no dejó indiferente a nadie que le conociera de cerca. El padre Damián Yáñez, compañero suyo de noviciado en la Trapa de Dueñas, recuerda algunas de las anécdotas que vivieron juntos desde las páginas de Memorias de una amistad (UCAM), una larga entrevista que le hace monseñor Rafael Palmero Ramos, obispo emérito de Orihuela-Alicante, y de la que ofrecemos algunos párrafos:

Redacción
El padre Yáñez, con el libro de monseñor Palermo. Foto: Mani Moretón.

Rafael partió para la Trapa el 15 de enero de 1934. Quiero confesar aquí este pensamiento que me asaltó al echar el ojo a Rafael. Al ver la figura espléndida, vestida con elegancia proverbial, pensé: Este nuevo candidato, en el momento que le manden arrancar cepas —que era el trabajo propio de aquellos días—, no dura aquí ni una semana. ¡Cómo me equivoqué!

Al día siguiente, a las diez de la mañana, acudió con los novicios al trabajo del campo. Estábamos arrancando las cepas de una zona del viñedo atacadas de filoxera; había caído una helada terrible que dificultaba el trabajo, incluso a los más diestros. Rafael empezó su tarea manejando el azadón con una facha que se deja comprender, por ser la primera vez que lo tocaba. Al cabo de un rato, dejó la azada a un lado y se puso en pie mirando y remirando sus manos. Me acerqué a él suponiendo que le pasaba algo raro. Así era: me las enseñó con unas ampollas fenomenales. Le mostré sentimiento por ello como pude, porque no podíamos hablar. Él entendió muy bien y, sin romper el silencio, elevó el dedo índice hacia lo alto sonriendo. Y continuó dando golpes en el suelo, infructuosamente, sin conseguir arrancar las cepas.

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A la semana siguiente de su ingreso, se extendió entre los monjes una epidemia de gripe, con una fiebre bastante alta. Como era el mes de enero, las camarillas del dormitorio común estaban bajo cero. Por eso, el enfermero llevó a la enfermería a varios enfermos, entre ellos Rafael y yo. Nos colocó en una celda individual, con buena calefacción. En ella, teníamos la capilla para acudir a la Santa Misa, y el refectorio, donde se nos servía una comida excelente. Recuerdo que lo pasamos fenomenal.

Nuestra Regla nos prohibía hablar entre los monjes, porque teníamos que guardar riguroso silencio, pero como Rafael no estaba aún muy enterado de las observancias monásticas y le era imposible contener dentro de su pecho aquella ansia congénita de buscar algún escape a su jovialidad y alegría, fácilmente nos tomábamos algún permiso para charlar y contarnos nuestras cosas. Sobre todo, disfrutamos mucho ambos con un monje anciano y enfermo. Nos hablaba de la Santísima Virgen con una ternura indecible, porque la amaba con delirio. ¡Con lo que Rafael quería a la Virgen! Los dos entrábamos con frecuencia a verle y el monje anciano nos deleitaba con frase muy bellas sobre la Señora.

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Un día, después de Maitines, nos dirigimos al noviciado. Estábamos cada cual en su pupitre haciendo la lectura. Noté que Rafael tenía mucho sueño; téngase en cuenta que en aquella época dormíamos solamente seis horas. Me dirigí al pupitre de Rafael y le hice señas de que escribiendo no se dormiría. Se espabiló y, alzando la tapa del pupitre, escribió: «Son las seis y media de la mañana y tengo un sueño que me caigo. Fray Damián me lo ha notado y me hecho señas de que escribiendo no me dormiré. Y, sin más preámbulo que un Avemaría, he cogido papel y pluma. (…) Tenía razón fray Damián, se me ha quitado el sueño. ¡Dichosa naturaleza! ¡Qué guerra das! Espero que, con la ayuda de Dios, te he de domar. Para eso no necesito más que constancia y oración. Pero qué le vamos a hacer…; también los apóstoles se durmieron en el Huerto. ¡Y eso que son apóstoles! Con que qué no haré yo, que soy un pobre pecador».

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El 10 de febrero de 1934, Rafael llevaba menos de un mes en el monasterio y aún no había recibido el hábito. En el Capítulo de culpas, se acusaban los monjes de las faltas cometidas contra las reglas y constituciones; seguían las proclamaciones, para saber si alguno de los monjes conocía alguna falta externa contra otro monje. Fray Bernardo Michelena se puso en pie y dijo claramente: ¡Proclamo al hermano Damián! Al oírlo, salí al medio para escuchar qué delitos había cometido. Fueron éstos: que me divertía y hacía fiesta con el postulante (Rafael) y que perdía el tiempo con él. ¡Santo Dios, la que se armó! El padre abad me dio una reprimenda que casi me quita el frío de aquella mañana de febrero, decía que no tenía espíritu, que era un novicio muy disipado… El causante de esta riña fue Rafael, a quien nunca le conté la paliza que me habían propinado por causa suya, por cuanto él no estuvo presente en el capítulo, ya que no había recibido todavía el hábito de novicio.

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En 1935, estaba yo pasando una temporada de decaimiento físico, habiendo vuelto a ocupar mi habitación en la enfermería. Como nadie iba a verme, estaba un poco aburridillo y con cara larga. Una tarde, llamó a mi habitación Rafael y, viéndome de aquel talante, quiso alegrar mi vida al menos por unos momentos. Sin más ni más, se puso a dar saltos, haciendo cabriolas y una serie de gestos infantiles que lograron quitarme el mal humor y devolverme la alegría. Reflexionaba después, admirando cómo aquel hombre, convaleciente de una enfermedad incurable y que pasaba no pocas angustias, olvidado de su salud tratara de alegrarme a mí.