San Agustín: el realismo cristiano
Pocos santos sintonizan mejor con las inquietudes y problemas de los hombres de todos los tiempos, y en especial de los jóvenes, como san Agustín, cuyo encuentro con Cristo no sólo cambió sus actitudes, sino que llevó su obra filosófica e intelectual a una plenitud extraordinaria. Utilizando de fondo la idea de Massimo Borghesi, publicada en la revista 30 días sobre su evolución filosófica, queremos destacar cómo el encuentro con Jesucristo cambia todos los aspectos de la vida del hombre
Tal vez sea la apasionante historia de la vida y la radical conversión de san Agustín la que lo haga tan cercano al corazón de los hombres de todos los tiempos. Los cristianos se sienten especialmente unidos a él al reconocerse pecadores, y lo ven como modelo de un corazón que supo volverse a Dios. Sin embargo, san Agustín no sólo volvió su corazón a Dios, sino también su inteligencia. Aun después de su conversión, puede verse en el desarrollo de su pensamiento un camino continuo hacia una identificación más total con Jesucristo. Desde el «idealismo griego» del que partía su reflexión filosófica, avanzó hacia un «realismo cristiano». Gran parte de los estudios dedicados a la relación entre cristianismo y pensamiento griego realizados en este siglo giran en torno a esta problemática. Su platonismo adquiere un significado propio en relación con la progresiva conciencia que su obra va teniendo de la originalidad del dato bíblico.
En 1954, el cardenal Ratzinger, en un estudio sobre san Agustín, mostraba ya la clara diferencia que separa la reflexión filosófica del primer Agustín, de la reflexión teológica propia de la madurez. El límite está marcado por la importancia que da a la «autoridad», a la esfera de lo «externo», del Cristo histórico y de la Iglesia de donde procede la fe y que tiene que ver, por tanto, con la dimensión «sensible». Según Ratzinger, el puente entre el «maestro interior» y el Cristo histórico se realizará cuando Agustín vea el íntimo vínculo de la autoridad temporal de la Palabra con la autoridad eterna de la Verdad. Mediante «la relación profunda con su Iglesia, es consciente de la imposibilidad de alcanzar metafísicamente la salvación». El cambio decisivo reside en la diferente evaluación de los sentidos y de lo sensible. Desde una teología configurada de modo casi puramente metafísico avanza hacia una comprensión cada vez más histórica del cristianismo, hacia una valoración concreta de lo histórico. Como observa Hans Urs von Balthasar en su obra Estilos eclesiásticos:, «cuanto más profundamente penetra Agustín en la Escritura y en la teología, tanto más concreta y acabada se vuelve para él, no sólo la forma del Hijo como eterna sabiduría, sino también la forma del encarnado, humilde y humillado, hasta la falta de imagen del Cristo desfigurado». El acento cae en un realismo cristiano que resalta al Cristo de carne y sangre, el cual, además, «al haber asumido naturaleza humana» es el único camino hacia esa «verdad inmutable».
Como afirma el maestro de Balthasar, Erich Przywara, «el idealismo cristiano del abandono de la realidad sensible por parte del hombre y de la elevación total al ideal inteligible de la «verdad pura», queda sustituido por un realismo cristiano en que Dios mismo, en el Cristo de sangre y carne, se convierte en el camino adecuado a los sentidos del hombre en la tierra». El realismo agustiniano del «único Cristo cabeza y cuerpo» asume los rasgos particulares del escándalo, del engaño y de la debilidad derivados del misterio de la Cruz. Es en concreto un Christus deformis. Por consiguiente, la Iglesia real no es la Iglesia de los puros, sino la Ecclesia deformis, la Iglesia de «la cizaña en el trigo», de la red en la que hay «peces buenos y peces holgazanes», la Iglesia del banquete de boda al que el rey invita expresamente, en vez de a los hijos recalcitrantes, a «los buenos y a los malos» y a los «viajeros en camino».
Agustín tuvo experiencia personal de esa «deformidad» en su cuerpo, miembro del cuerpo total de Cristo, pero sintió la llamada al banquete que le hacía la Iglesia y se dejó seducir por aquella invitación que le salvó. De esta realidad pudo vivir; en esta realidad pudo pensar.