Salvados por amor y misericordia
4º domingo de Cuaresma
Durante el tiempo de Cuaresma, del mismo modo que sucede en Adviento, el ritmo de las celebraciones está particularmente caracterizado por una preparación para un gran acontecimiento de salvación, la Pascua, como hecho que engloba la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. En las lecturas de estos días descubrimos progresivamente estas tres dimensiones pascuales, tal y como fueron vividas por Jesús, así como la repercusión que tienen en nuestra propia vida. En concreto, el episodio evangélico de este domingo se centra en este último rasgo, es decir, qué consecuencia tiene para nosotros –para el «mundo», como designa este pasaje a los beneficiarios de la acción de Dios– el hecho de que Dios haya enviado a su Hijo para ser salvados por su entrega sin límites. La entrega de Cristo en la cruz tendrá como efecto la vida eterna en «el que cree en Él». Y reconocer esto invita al gozo, adelantando ya la alegría pascual, en especial en este cuarto domingo de Cuaresma.
La Sagrada Escritura conserva el testimonio de un vínculo singular entre Dios y su pueblo, sellado por sucesivas alianzas. Aunque Dios permanecía fiel a ellas, el hombre las quebrantaba reiteradamente. El recorrido por las principales alianzas con Dios lo hemos escuchado este año desde el principio de este tiempo litúrgico, a través de pactos sellados con Noé, con Abrahán o con Moisés. Deteniéndonos en la primera lectura de este domingo, del segundo libro de las Crónicas, observamos que el pueblo, representado por los jefes y los sacerdotes, multiplica sus infidelidades, comete aberraciones y profana el templo del Señor. El pecado es concebido como algo que supera una mera desviación del cumplimiento de la voluntad del Creador. El Antiguo Testamento lo presenta a menudo parangonándolo con la ruptura de una alianza y considerándolo incluso como un adulterio. A pesar de las advertencias del Señor a través de sus mensajeros, los israelitas prosiguen con frecuencia en su obstinación, a lo cual Dios responde dejándolos desasistidos. Sin embargo, lo más interesante es que la ira del Señor no permanece eternamente. En los pasajes bíblicos de este domingo observamos dos testimonios de cómo el Señor manifiesta su misericordia cuando el pueblo se halla en dificultad por haber apartado su mirada de Dios: el primero de ellos es la experiencia del exilio en Babilonia. Tras los años de destierro, Dios utilizará a Ciro, rey de Persia, como instrumento para que los israelitas puedan regresar a Jerusalén en libertad, y allí volver a ofrecer un culto agradable a su Señor. El segundo caso es el reflejado en el pasaje evangélico. El libro de los Números describía que quienes habían sido mordidos por reptiles en el desierto quedaban sanados al contemplar la serpiente elevada por Moisés en el desierto. Junto al castigo con el pecado, Dios ha previsto el remedio.
Salvados por Cristo
Sin embargo, el sentido de las palabras de san Juan va más allá de declarar que toda ofensa al Señor puede ser perdonada. El evangelista quiere destacar el modo a través del cual Dios perdona y salva definitivamente a los transgresores de la ley de Dios. La elevación de Jesucristo en la cruz será el instrumento mediante el cual somos salvados. Y, en realidad, todas las acciones salvíficas de Dios anteriores a este acontecimiento único en la historia eran solo un anticipo a esta redención definitiva del hombre.
El motivo y la consecuencia de este hecho serán descritos no solo por el Evangelio, sino también por san Pablo en la segunda lectura: por amor, por don y por gracia. La última sección del texto evangélico busca identificar a Cristo en la cruz con la luz que ha venido al mundo.
A pesar de que humanamente sería incomprensible percibir luz en alguien torturado y desfigurado, san Juan quiere hacernos ver que precisamente ahí está la referencia y el lugar al que hemos de mirar, pidiendo a Dios los ojos de la fe para reconocer la salvación en la cruz.
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».