Sacristanes: los hombres orquesta de la iglesia
Antes del asesinato, Francisco José Zúñiga Martín «destacaba por su servicio permanente». Su muerte pone el foco en la figura de los sacristanes, sobre todo en zonas con menos sacerdotes
Lo habitual era que Francisco José Zúñiga Martín ayudara en el altar a Juan Ramón Gómez, párroco de la iglesia de la Consolación, en Alcalá la Real (Jaén), cuando se celebraba Misa en el templo. «Hacía de monaguillo y me ayudaba con las vinajeras y esas cosas». Pero cuando llegó la pandemia «tuvimos que poner a una persona en la puerta» para controlar el aforo, echar gel a los fieles o indicarles dónde se debían sentar. «Paco, como le llamábamos todos aquí, enseguida se ofreció para esta labor. Me dijo que yo me podía apañar solo en el altar y que él se sentía más útil en la puerta», recuerda el sacerdote a Alfa y Omega. Esta decisión, fruto de su profunda vocación de servicio, le llevó a la muerte. «Un indigente se había colocado los últimos días en la puerta y Paco le había dicho varias veces que se pusiera la mascarilla, que estaba poniendo en riesgo a todos los que entraban o salían». Eso fue suficiente para que saltara sobre él y le acuchillara, provocándole la muerte. «Nosotros estábamos dentro y oímos gritar a Paco. Cuando salimos, ya estaba tirado en el suelo».
A Gómez le cuesta encontrarle sentido a la muerte de su amigo, con el que tenía una relación muy estrecha desde que ambos fueron juntos al seminario. «Luego él no se ordenó, pero se le quedó grabada para siempre esa vocación de servicio a los demás y a la Iglesia». De hecho, en la parroquia de la Consolación no solo era sacristán, sino el hombre para todo. «Abría y cerraba el templo, pero era también voluntario de Cáritas y de Manos Unidas, ayudaba en Misa, ahora estaba controlando el aforo y distribuyendo gel, pertenecía a la cofradía de la humildad, si alguien tenía que pasar por la parroquia a la hora que fuera y le pedía que le abriera, allí estaba él…», detalla el sacerdote. Pero, más que hacer muchas cosas, «sobre todo destacaba en él la actitud de servicio permanente a los demás», cualidad que también resaltó el obispo de Jaén al enterarse de la muerte de Zúñiga. «Francisco será recordado siempre como un hombre bondadoso, gran cristiano, con enorme sentido de Iglesia, así como con una admirable vocación de servicio», dijo de él Amadeo Rodríguez.
Lo ocurrido ha provocado que la comunidad parroquial esté viviendo horas difíciles. Incluso en el pueblo, que decretó un día de luto oficial, se ha sentido mucho la muerte de Paco. «Controlaba la hora y, al pasarse tanto tiempo en la calle, le conocía todo el mundo». Además, se implicaba mucho en todo tipo de causas benéficas. «Era uno de los impulsores, por ejemplo, de un sorteo para recaudar fondos para la investigación contra la enfermedad rara que afectaba a una niña en el pueblo». Se encargaba de ir por los comercios, recogía donativos, vendía papeletas y organizaba la rifa.
Un ministerio en auge
Cesáreo Escarda Bolaños también es sacristán, pero en un pequeño pueblo zamorano, Villanueva del Campo, que a pesar de no superar el millar de habitantes, cuenta con tres templos y con un sacristán para cada uno de ellos.
Se enteró de la muerte de Francisco José Zúñiga por el telediario. Lo sintió, aunque no le conocía, y coincide con Juan Ramón en que es una muerte fortuita. «La labor de sacristán no entraña peligro», asegura este jubilado, antiguo trabajador del campo, que tiene tres hijos, dos de ellos consagrados. Al contrario. Y es un servicio que cada vez cobra más importancia, sobre todo en los pueblos.
Con el descenso del número de curas, estos cada vez tienen más parroquias que atender, lo que hace fundamental que alguien se encargue de preparar la Misa, abrir el templo o tocar las campanas. «En mi caso, llego al templo media hora antes de cada celebración. Lo primero que tengo que hacer es abrir la puerta, luego saludo a Cristo y después toco las campanas». Avisará otra vez al resto de vecinos cuando falten 15 minutos para empezar la Eucaristía y una tercera vez en el momento de comenzar. «Antes tocaba con una cuerda, pero ahora solo tengo que presionar un interruptor y ya suenan las campanas», explica. El sacerdote llega pocos minutos antes del inicio de la celebración y lo habitual, si no tiene que atender el despacho parroquial, es que se marche nada más terminar. «Antes teníamos un cura que vivía en el pueblo, pero ya hace tiempo que se jubiló y ahora el que tenemos no vive aquí y tiene que atender otros tantos pueblos».
En cualquier caso, Yayo, como se conoce a Cesáreo en el pueblo, ayuda con gusto al sacerdote como sacristán. «Eso me permite tener las llaves de la ermita del Cristo», situada a poco más de 20 metros de su casa, «y puedo ir a visitar al Señor con calma cuando quiero. También cuando viene mi hijo, el sacerdote, le abro la puerta para que pueda celebrar la Misa a diario», concluye.