¿Sabemos rezar? - Alfa y Omega

¿Sabemos rezar?

29º Domingo del tiempo ordinario / Lucas 18, 1-8

María Yela
Ilustración de recurso basada en el Evangelio
«Como esta viuda me está molestando, le voy hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme». Ilustración generada con ChatGPT.

Evangelio: Lucas 18, 1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».

Comentario

Dios nos escucha y nos anima a que le pidamos. Pero, ¿sabemos hacerlo? ¿Somos conscientes segundo a segundo de que respiramos? No y, sin embargo, lo realizamos sin pausa, ya que de lo contrario moriríamos. ¿Pasa algo parecido con Dios? ¿Sentimos su fuerza, incluso sin darnos cuenta? ¿Podemos hacer de nuestra vida una oración continuada y ser ofrenda para los demás, sintiendo la fuerza de otros? La vida nos va enseñando a compaginar acción y contemplación. Si sabemos que tras un rato de oración sentimos paz, claridad y fuerza, ¿por qué no rezamos más? No encontramos tiempo y nos distraemos con mil asuntos. Intentemos profundizar y descubrir textos, apoyos y caminos para despertar ese júbilo de orar desde lo cotidiano. Más que plantearnos «cuando rezo… me siento mejor», intentemos decir «rezo cuando»: cuando amo, cuando preparo con cariño la cena, cuando doy sentido al trabajo de cada mañana. ¿A que cambia la idea? Porque amar, estar entre pucheros, trabajar, lo podemos hacer y lo hacemos, cada día de nuestra vida. Y podemos hacerlo con o sin sentido.

La oración es un encuentro de Dios y el hombre. Igual que quedamos para ver a un amigo, hablar, escuchar y enriquecernos gracias a ese momento, la oración es una forma de relación con Dios. Como somos diferentes y pasamos por etapas diversas, distintas son las formas de rezar. Podemos alabar, agradecer, interceder, velar, meditar, contemplar, ofrecer, escuchar, recitar, cantar, confesar, callar, reflexionar, confiar, dudar… Sí, dudar forma también parte de nuestra oración. A veces cuesta entrar en relación con alguien invisible o con un Dios al que atribuimos las desgracias que nos suceden. Tampoco entendemos el camino, nada espectacular, que eligió para transformar el dolor en resurrección; pasó por todos los dolores que podamos imaginar. No alcanzamos a entender su amor extremo e incondicional, dar la vida por fidelidad al proyecto de amor, esencia de nuestra fe.

Tal vez sea este el primer paso: buscar, ponernos ante Dios con nuestras preguntas, contradicciones, cansancios y vacilaciones; abrirnos a su acción y saber que el lenguaje de la fe no es el lenguaje de la lógica o el lenguaje que emplea la química. Igual que no me puedo entender con un chino si no conozco su idioma o él el mío, el lenguaje de la fe conlleva una actitud de apertura, de confianza, de salto al vacío, de alabanza y se traduce en concordia y compromiso. La fe la vamos ejerciendo desde que nacemos. Si no, no sobreviviríamos: tenemos fe en quienes nos cuidan, en el conductor del autobús, en el médico, en el cocinero. El encuentro con Dios en la oración cotidiana no supone suprimir libertad, dudas, ni cerebro. Hemos sido creados con capacidad de búsqueda y de trascendencia. Cada uno debe responder a sus inquietudes con coherencia, debe armonizar razón y corazón.

El encuentro requiere un estilo de vida que apoye esta zambullida o viaje al fondo de uno, revisando, descubriendo, valorando y poniendo en juego talentos ignorados. Supone aprender de tropiezos y sacar jugo a las experiencias vividas, requiere ir dando sentido a la tarea diaria y redefinir proyectos. El encuentro con Dios en la oración cotidiana supone también etapas de noche oscura por las que tanto unos como otros pasamos alguna vez.

Él nos propone un lugar de encuentro: el prójimo. «Lo que a este hiciste, a mí me lo hiciste». Y nos da un punto de vista desde el que enfocar los problemas e intentar resolverlos. Nos pide que pongamos de nuestra parte para ello. Esta actitud nos llega a desesperar en ocasiones, como a la viuda insistente del Evangelio, sin alcanzar a ver que Dios nos crea para transformar la realidad. Somos a la vez Marta y María.

Hemos de intentar vivir los acontecimientos como una ofrenda continua. Así, todo es oración. No es fácil superar esa tendencia nuestra a esperar resultados, de manera rápida, y a nuestro gusto y medida. Dios no nos quiere tibios y nos invita a ser cautos pero tiernos. Nos quiere entusiastas, porque la ilusión no es un atributo propio solo de los niños. Hemos de fiarnos del Padre, que nos lleva de la mano.

Descubramos el «pan nuestro de cada día» y nutrámonos de las personas que nos acompañan aunque estén lejos en cuerpo o pensamiento, o no las conozcamos, o incluso hayan ya partido. ¿Cómo encajar todas estas piezas del rompecabezas para que nuestra oración y nuestra paz avancen? Aceptando el vuelo de mosca que nos distrae y es parte también de la vida y de la naturaleza, que tantos momentos de oración nos inspira. Cuidando por reservar un lugar (un rincón de nuestra habitación) y un tiempo cada jornada para ese encuentro, en soledad o acompañado. Aprovechando cualquier acontecimiento para transformarlo en sintonía con Dios. Él nos anima y enseña pacientemente a hacerlo.