Robert Schuman, venerable y meritorio - Alfa y Omega

Que Robert Schuman (Luxemburgo, 1886 – Francia, 1963) hablase alemán «en la intimidad» —esta vez no se iba de farol— no extraña si recordamos que su patria familiar fue Lorena, región que durante años estuvo sujeta al quita y pon germánico y francés. Fue un jurista insigne, que ejerció en administraciones públicas alemanas y francesas; pacifista a ultranza —colaboró con Briand en las campañas de este dirigente francés en los años 20—; político de vocación y ejercicio; adalid del Mouvement Republicain Populaire, versión francesa de la Democracia Cristiana, y dirigente de la Confederación de Trabajadores Cristianos. Su profunda fe religiosa ha sido oficializada por la Santa Sede al declararle siervo de Dios y venerable, pues sus virtudes heroicas fueron reconocidas por el Papa Francisco.

La presencia indeleble de Schuman en la creación de una Europa unida se debe a su labor como ministro de Finanzas, Asuntos Exteriores y Justicia durante la IV República francesa, así como a sus sucesivas presidencias de la Asamblea de ese país y del Parlamento Europeo.

Su fervor europeísta era propio de los democristianos de la época, junto a liberales y socialistas, pero también se debía a su arraigo natal y vitalicio alsaciano-lorenés y al pragmatismo que le llevó a superar las limitaciones del Consejo de Europa creado por el Tratado de Londres y a observar la eficacia fáctica de un Benelux aglutinador de economías estatales. Todo ello movió el interés de Schuman hacia un hombre de negocios y economista, responsable de la planificación francesa: Jean Monnet.

Monnet hizo ver a Schuman el trasfondo económico de tantas contiendas presuntamente ideológicas o emocionales, como el conflicto sobre el Ruhr y Alsacia y Lorena sobre la riqueza que suponía la extracción de carbón y ulterior derivación hacia la industria del acero.

Hacía ver Monnet que tan solo una conjunción extractiva y fabril y una libertad comercial atinente a esos elementos básicos en la economía del siglo XX podría servir de arranque para hacer reales sucesivas políticas en cuanto a las libertades de circulación, supresión de aranceles y planificación indicativa de productos y servicios en general. A su vez, habría de ser el engranaje imprescindible de una pretendida federación política continental, tal como la previó el Congreso de la Haya de 1948, creador del Movimiento Europeo.

Casaba esa posición común a ambos con una visión gradualista del federalismo, tanto en lo cronológico como en las extensiones territorial y competencial. De ahí para el tiempo, el paso a paso; para el territorio, regiones multiculturales para esas zonas dotadas de conflictividad histórica que reclamaban un régimen de singularidad en lo idiomático y cultural, de representación electoral doble y de autoridad compartida —¡cuántas hoy como entonces Alsacia y Lorena, véanse el Dombás en plena guerra!—.

Todo ello, en los propósitos de Schuman y Monnet, se elaboraría mediante una declaración que el 9 de mayo de 1950 Schuman hizo pública en su sede ante 200 periodistas y de la que cabe extractar que «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto. Se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada». También que «el Gobierno francés propuso que se sometiera el conjunto de la producción francoalemana de carbón y de acero a una Alta Autoridad común, en una organización abierta a los demás países de Europa. Esta puesta en común garantizó inmediatamente la creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación europea. Esta Alta Autoridad común, encargada del funcionamiento de todo el sistema, estaría compuesta por personalidades independientes designadas sobre bases paritarias por los gobiernos, quienes elegirían de común acuerdo un presidente, con la posibilidad de garantizar las vías de recurso necesarias contra las decisiones de la Alta Autoridad».

La Declaración Schuman dio lugar al Tratado de París en 1951, suscrito por Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y Países Bajos. Su contenido se amplió a la totalidad de actividad económica mediante el Tratado de Roma de 1957, con el que nació la Comunidad Económica Europea.

Si tenemos en cuenta que la Comunidad ampliada —después Unión Europea— suscribió tratados como el Acta Única (1986), Maastricht (1992), Ámsterdam (1999) y Lisboa (2007), podemos considerar que la visión federal de Schuman —unidad en la diversidad, subsidiariedad y poderes implícitos— se ha cumplido y afecta al conjunto de la ciudadanía europea. Por ello, más que padre de Europa, cabe llamarle «padrino de europeos y europeas».