Ricos a los ojos de Dios
18º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 12, 13-21
El mensaje central del Evangelio de este domingo XVIII del tiempo ordinario es tan claro que, en realidad, no necesita interpretación. Pero, siendo la conquista de bienes una aspiración fundamentalmente humana, vale la pena entrar en los detalles de la parábola del rico insensato contada por Jesús.
Surge una petición de entre la multitud que rodea a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia». Pero Él responde: «¿Quién me hizo juez o mediador sobre vosotros?» (cf. Éx 2, 14). Jesús se niega a intervenir específicamente en la disputa, pero hace alusión a las autoridades que la sociedad civil ha dispuesto para resolver controversias como esta. No se atribuye tareas ajenas a la misión recibida del Padre, porque su Reino «no es de este mundo» (Jn 18, 36).
La singularidad de Jesús consiste en esa mirada que sabe lanzar sobre los acontecimientos cotidianos, en su lectura de los sentimientos y pensamientos profundos que mueven las acciones del hombre. Aquí desvela un riesgo muy presente en nuestra relación con los bienes: la avaricia. Dirigiéndose a quienes le escuchan, dice: «Cuidado con toda codicia, porque aunque alguno tenga abundancia, su vida no depende de sus bienes». Es una palabra que, en su sencillez y verdad, nos pone a todos en crisis. ¿En qué basamos nuestra vida? A menudo nos sentimos tentados de hacerla depender de la acumulación de riquezas, como si estas pudieran saciar nuestra sed de sentido y nuestra necesidad de amar. Y así acumulamos bienes, sin tener en cuenta a los demás.
Jesús conocía bien el corazón humano, el lugar donde nace este deseo insaciable de acumular riquezas (cf. Mc 7, 22). El corazón puede padecer la enfermedad de replegarse en el tener, que impide la capacidad de dar y de recibir. Quien es esclavo de esta obsesión llega al punto de identificarse con lo que posee… Jesús sabía que «la avaricia es la raíz de todos los males» (1 Tm 6, 10), que «es idolatría» (Col 3, 5), ya que implica una adhesión confiada a los bienes más que a Dios. En otras palabras, este deseo de poseer nos aleja del Reino, e impide que Dios reine en nuestras vidas. Por eso Jesús dijo: «Ningún siervo puede servir a dos señores. […] No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Lc 16, 13).
Al narrar la parábola del hombre rico que no sabe dónde almacenar sus bienes, Jesús parece hacerse eco de aquellas palabras del salmo: «No temas cuando se enriquece alguno, cuando aumenta la gloria de su casa; porque cuando muera no llevará nada, ni descenderá tras él su gloria» (Sal 49, 16-17). Al necio que «vive con honores, pero sin entendimiento» (Sal 49, 20), Jesús contrapone la voz de Dios: «Necio, esta noche te exigirán la vida. ¿Y lo que has conseguido de quién será?». Es decir: muchas veces acumulamos bienes para defendernos del miedo a la muerte, como si el tener muchas posesiones pudiera evitarnos ese acontecimiento que nos espera a todos al final de la vida. Meditando sobre la muerte podríamos en cambio reconocer lo que es verdaderamente esencial: en efecto, solo quien tiene una razón por la cual vale la pena morir, dar la vida, también tiene una para vivir.
Una vez más nos remitimos a la palabra de Jesús: «Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 34). Si nuestro tesoro es la comunión con el Señor Jesús, si nuestra vida se funda en Él, entonces seremos capaces de compartir fraternamente (cf. Lc 19, 1-10), algo que fue vivido por el mismo Jesús, el que «como rico que era se hizo pobre por nosotros» (cf. 2 Cor 8, 9). Compartir es el verdadero nombre de la pobreza cristiana: quien practica el compartir, conoce la alegría que se experimenta al dar y vivir la comunión (cf. Hch 20, 35). Esto es lo que puede significar para cada uno de nosotros «no acumular tesoros para sí, sino enriquecerse delante de Dios».
La riqueza da a las personas una cierta seguridad, les permite disponer de su vida, no depender totalmente de los otros, organizar su esfera de vida, ocuparse de las cosas que los hacen felices, realizar grandes tareas o grandes metas. En este sentido, los bienes son necesarios para una existencia justa. Jesús no cuestiona el buen uso. Pero afirma que las riquezas llevan a los hombres a sentirse alejados de Dios y del prójimo, a pensar que están asegurados contra la miseria, la vejez y la muerte. Para muchas personas, el éxito material es el símbolo de la bendición de Dios. Piensan que han cumplido bien su papel en la vida cuando ganan riqueza y consideración. Y que Dios no espere más de ellos. Ahora bien, también para ellos el mandamiento principal es el último criterio que les permitirá juzgar su vida.
Por eso la riqueza debe ser un medio de acción para todos: un medio para comprometerse con los demás. Ayudando a los desesperados y compartiendo con generosidad, llegaremos a ser verdaderamente ricos: ricos a los ojos de Dios.
En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”. Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios».