Rescatadores del infierno de la droga
El libro Rostros de gratuidad muestra, a través de varios reportajes, 13 obras sociales de la Compañía de las Obras, del movimiento Comunión y Liberación, con textos de Ignacio Santa María y la coordinación de María García. Éste es un fragmento del capítulo dedicado a la asociación Bocatas, un impresionante relato del submundo de las drogas, y de cómo un grupo de voluntarios ayuda a víctimas de la droga a escapar de este infierno
En pocos minutos se llega en coche desde el centro de Madrid hasta la Cañada Real Galiana, pero parece que uno hubiera atravesado un túnel hacia un mundo lejano, primario, sin ley, o mejor dicho, con sus propias leyes. Un mundo donde todo se compra y se vende, y donde existe la esclavitud. Los esclavos son los drogodependientes, que entregan todo su dinero, su cuerpo, su alma, su vida y sus esperanzas a la droga y a los traficantes.
Cada viernes por la tarde, una veintena de voluntarios de la asociación Bocatas atraviesa ese túnel del tiempo y plantan su pequeña infraestructura en pleno centro de la Cañada, junto a una pequeña iglesia de ladrillo, para repartir comida caliente y bebida de forma gratuita. Montan su chiringuito en 10 ó 15 minutos: una camioneta con la comida, unos fogones, una mesa donde se preparan bocadillos… En invierno, para combatir el frío, queman maderas en un gran bidón de hierro. Empiezan a llegar los drogodependientes. Vienen solos, o en grupos de 3 o 4, con paso decidido. Se mueven rápido, con ansiedad. Se llevan todo lo que pueden: paquetes de pan de molde, leche, cacao, natillas, lentejas, tarta, gaseosa. Muchos llevan días sin llevarse nada a la boca. Y sin embargo, casi todos dicen: Por favor y Gracias. Miran con ojos anhelantes, y les da vergüenza extender sus manos sucias, negras, ásperas, llenas de callos.
En una bicicleta desvencijada viene Juancho. Es un machaca, es decir, pasa más de 14 horas al día vigilando la puerta de una chabola donde se vende droga. A cambio, sólo le dan unos gramos de heroína o de coca.
También Santiago es machaca. Le gusta pasar un rato largo charlando con los de Bocatas: «Es increíble que estéis aquí. A los drogadictos nadie nos mira, somos lo último, la escoria. A un alcohólico se le perdona, incluso a los presos, pero a los drogadictos es muy difícil».
Santiago conoció la Cañada Real porque trabajaba en una empresa de la zona. Llevaba cinco años sin consumir droga. Tenía novia y estaba muy ilusionado. Un día pensó: Me voy a dar un homenaje, y se acercó a pillar. Las cosas se le complicaron, su novia le dejó y cada vez tenía más necesidad de droga. Perdió el trabajo.
También Gregory nos cuenta su drama, sorprendido de que haya quien esté dispuesto a escucharle. Era sargento del ejército ruso y fue destinado a la guerra de Chechenia. Allí se enganchó a la heroína. Vino a España hace siete años tratando de labrarse un futuro mejor, se casó y tuvo una hija. Pero una denuncia falsa de su mujer por malos tratos, que después fue retirada, le obligó a estar dos meses alejado de su familia. En ese tiempo recayó en la droga.
Otro joven, flaco y sucio, se queda mirando las lentejas, la paella y las alubias: «¿Hay algo que no lleve cerdo?», pregunta. A pesar de tener mucha hambre, este marroquí lleva a rajatabla la observancia de las reglas islámicas. Entre los voluntarios de Bocatas, hay algunos musulmanes. Son alumnos de Nacho, profesor de Instituto en el barrio de La Ventilla.
«¿Sólo te llevas eso?», le preguntamos a Vanesa, una chica de 23 años, de pelo negro rizado, delgada, vivaz… «Puedes coger más comida», le decimos. «No —responde—, la dejo para otros, porque hoy he comido fenomenal. He estado en el comedor de las monjas de Alvarado. ¡Vaya comilona! Te tratan muy bien, y está todo limpísimo». Resulta increíble que alguien con tanta vida en la mirada esté enganchada a la droga. «Vengo a pillar», confiesa. «La vida de la calle te lleva a esto. He pasado mi infancia en centros de menores; no conocí a mis padres… Pero, ¿sabes? Yo ahora me arrepiento de no haber estudiado… Algún día me gustaría estudiar». ¿Estudiar qué? «No sé…, algo de niños, de estar con los niños». Se oye una voz a lo lejos. «Me tengo que ir —dice— ¿Vais a estar aquí más días?». Sólo le da tiempo a oír la respuesta: «Sí, todos los viernes».
A través de la relación con la gente de Bocatas, algunas vidas han pasado de la desesperación a la esperanza. Es lo que ha sucedido con Jesús Sandokan y Magdalena. Después de muchas peripecias y de ser rescatados una y otra vez por los bocateros, tomaron la decisión de dejar la heroína. La jornada de un día cualquiera para Sandokan se reparte entre el Centro de Atención Integral al Drogodependiente (CAID) y una escuela donde estudia para ser electricista.
Jesús de Alba nos cuenta el caso de Ángel, un joven que conocieron en Las Barranquilas. Tenía trabajo como cartero y todo le iba bien, pero empezó a aficionarse a la cocaína. Se acercó a los de Bocatas. No le volvieron a ver hasta dos años y medio después. Ángel les había estado buscando en Las Barranquillas, sin saber que Bocatas se había trasladado a la Cañada. Cuando se enteró, se presentó ante Jesús: «Tú no te acuerdas de mí, ¿a que no?». Con una sonrisa serena, Jesús le contestó: «Sí. Tú eres Ángel».
«Tú no te acuerdas de mí» es lo que le dijo también una mujer por la calle a Joaquín, otro voluntario. Ante su vacilación, ella dijo resuelta: «Pues yo sí me acuerdo de ti. Tú me has dado de cenar muchas veces. Gracias a vosotros, he dejado la droga».
Las 11:30 de la noche es la hora de recoger. Hoy se ha repartido muchísima comida. Se limpia todo con mimo. Los de Bocatas insisten una y otra vez en lo mismo: «No nos movemos por el resultado, sino por un amor». Es esta forma de amar la que aprenden cada viernes los voluntarios.