Esta mañana, mientras se emitía en televisión un documental sobre la participación de los canarios en la guerra de Cuba (1895-1898), charlaba con un joven senegalés sobre la influencia que han tenido en América los habitantes de estas islas y cómo la migración canaria ha contribuido a forjar la identidad de ambos pueblos. En el reportaje se narraban las historias de hombres que, por distintas razones, terminaron uniéndose a las filas del Ejército cubano. Lejos de hacer una analogía con la situación que, desgraciadamente, viven hoy millones de personas, la conversación derivó hacia la memoria familiar. La de mi propia familia.
La mente, como en una ensoñación, me trasladó hacia épocas no tan lejanas en las que mis antepasados arriesgaron sus vidas y probaron fortuna al otro lado del charco. Unos a Venezuela, la llamada «octava isla»; otros a Cuba. En la mente de todos, el mismo anhelo de prosperidad y esperanza. De pronto, me vi ante la imagen de mis abuelos contando las historias de sus hermanos, tíos u otros familiares. Hubo quien, incluso, cruzó el ancho mar llevando consigo un piano y una maleta cargada de partituras para no olvidar la música, su gran pasión. Recuerdos e historias que se conservan en viejas fotos con rostros ya desgastados y en cartas llenas de nostalgia.
Algunos de quienes partieron de este pequeño archipiélago atlántico consiguieron sus propósitos e hicieron fortuna. Otros muchos, la mayoría, corrieron la misma suerte de la que intentaban escapar. Al igual que hoy, los titulares de entonces se hacían eco: «Apresados en Venezuela 160 canarios ilegales». También entonces hubo buenos samaritanos que auxiliaron a quienes quedaban al borde del camino.
Tras un largo rato, el diálogo concluyó con consenso: todos somos migrantes y deberíamos conocer su suerte, «porque emigrantes fuisteis vosotros en Egipto» (Ex 23,9). Quizá reconocer la propia historia sea el primer paso para poder contar y acompañar las de los demás. Porque esos «otros» que hoy llegan, ayer fuimos «nosotros».