Reencuentro con el arte religioso en el Prado - Alfa y Omega

Reencuentro con el arte religioso en el Prado

Los amantes del arte sacro estamos de enhorabuena. El Prado nos invita a Reencuentro, una muestra de 249 obras maestras de su colección permanente, y buena parte de ellas son joyas de nuestro tesoro. Esta casa bicentenaria ha dispuesto todas las medidas de seguridad para una visita en condiciones óptimas. Es una ocasión única de disfrutar el arte con sosiego

Ricardo Ruiz de la Serna
Foto: AFP / Gabriel Bouys.

El Prado ha reabierto sus puertas. Ya desde principios de marzo se notaba el descenso de visitantes. Primero desaparecieron los chinos. Después, los japoneses. Al final tampoco había italianos. Días antes de que se declarase el Estado de alarma apenas caminaba nadie por sus salas. Cuando cerró, sentí que algo en mí también quedaba sellado. Lejos quedaban las anunciaciones, las adoraciones y, ¡ay!, los Cristos que durante siglos han alumbrado el arte universal.

Antes de cerrar las puertas, esta casa bicentenaria nos había brindado momentos de felicidad infinita. Así celebramos su cumpleaños hace apenas unos meses con espléndidas exposiciones de Fra Angelico, Velázquez, Rembrandt, Vermeer y Goya, entre otros. Ahora las reabre después de un tiempo muy difícil. Aunque este museo ha sobrevivido a las calamidades de dos siglos, así que podemos albergar esperanzas. Por lo pronto, vio pasar la guerra civil. Y no faltaron episodios casi milagrosos. El 16 de noviembre de 1939 le cayeron al museo nueve bombas incendiarias, pero las llamas no arrasaron el edificio. La Junta Central del Tesoro Artístico, presidida por el pintor Timoteo Pérez Rubio (1896-1977) salvó de esa tragedia fratricida estas maravillas que ahora se exhiben. Ellas son la prueba de lo que el genio humano puede crear iluminado por Dios y haciendo buenas las palabras del profeta Isaías: «Todas nuestras empresas nos las realizas Tú». Si es cierto que lo bello puede ser un camino hacia Dios, esta exposición nos conduce más allá del horror que hemos vivido y nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos y a qué estamos llamados. El Bien, la Verdad y la Belleza palpitan en estos cuadros de arte religioso y de arte profano que han atravesado el tiempo hasta ver este día.

Estos tesoros se nos muestran ahora con nueva luz y un silencio maravilloso que debemos preservar. La reducción del aforo nos ha dejado más espacio para disfrutar las obras. La desaparición de los grandes grupos permite al visitante saborear la hermosura con tiempo. El acceso y la estancia se hacen bajo medidas de seguridad necesarias, pero no incómodas. El Prado, en este sentido, está dando una lección a los grandes museos del mundo. Se mide la temperatura a la entrada. Es obligatorio el uso de mascarilla. Hay dispensadores de gel por doquier. Hay señales claras que marcan los sentidos de la visita y los puntos de observación más idóneos dentro de las distancias de seguridad. Este espacio que las marcas en el suelo señalan no se pierde. Se gana.

En efecto, la majestuosa galería central ha recobrado todo su esplendor luminoso. Recibe al visitante nada menos que Carlos V y el Furor (1551-1555), el deslumbrante bronce encargado en 1549 por el emperador a Pompeo y Leone Leoni. La escultura se presenta despojada de su armadura para que podamos admirar el cuerpo humano. A continuación, vayamos despacio, nos esperan El descendimiento de Wan der Weiyden (antes de 1443) y La Anunciación, de Fra Angelico (hacia 1426) recientemente restaurada. La muestra puede recorrerse como una selección de las grandes obras de la pinacoteca, pero el visitante prevenido se percatará de los diálogos que se establecen entre las obras. De La Anunciación a El descendimiento media nada menos que la salvación de la humanidad entera. Del Adán expulsado del Paraíso al Adán redimido por la sangre de Cristo. Casi nada.

Hay muchas lecturas de esta exposición. Por ejemplo, es un recorrido por la grandeza de la monarquía hispánica y su defensa de la Contrarreforma. El emperador Carlos –bendito sea Tiziano, que pintó este retrato en óleo sobre lienzo en 1548– cabalga en Mühlberg ante nuestra vista liberada ahora de multitudes. Breda cae de nuevo rendida ante los Tercios Viejos de Flandes mientras el general Spínola impide a Justino de Nassau, vencido, humillarse postrándose de hinojos. La caballerosidad, la nobleza y la grandeza exigían saber perder y saber vencer. Velázquez nunca falla, nunca decepciona, nunca se repite. Las Meninas (1656) nos saludan como a los reyes de España reflejados en el espejo del taller de Velázquez. Esa inclinación de Isabel de Velasco parece dirigirse a usted, que se detiene ante el cuadro para ver al pintor salir de detrás de su caballete. Guarde silencio. Reduzca el paso. Alto. Una infanta de España ha posado la mirada en usted. Con este espacio desahogado, la imagen gana en movimiento. La cruz al pecho del pintor nos recuerda que la fe es inseparable del arte barroco.

Esta exposición es un vergel de bodegones –maravillosa la naturaleza muerta de Clara Peeters (1611)– un éxtasis de vírgenes, un arrobamiento de santos y una procesión de crucificados para la redención del mundo desde Adán y Eva en su desnudez, como los pintó Durero en 1507. Toda la historia de la salvación puede verse en estas salas. Conmuévanse ante El Bautismo de Cristo (1597-1600) del Greco, que muestra cómo el Señor se abajó para salvarnos a todos, y ante La Resurrección del cretense (1597-1600): no se debe buscar entre los muertos al que vive. Recuerden que Cristo lavó los pies a sus discípulos cuando contemplen El lavatorio de Tintoretto (1548-1549), que nos ha franqueado la entrada al cenáculo. Recójanse ante el Cristo crucificado de Velázquez (hacia 1632), al que Unamuno dedicó un poemario estremecedor: «Que eres, Cristo, el único/hombre que sucumbió de pleno grado,/triunfador de la muerte, que a la vida/por Ti quedó encumbrada. Desde entonces/por Ti nos vivifica esa tu muerte,/por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,/por Ti la muerte es el amparo dulce/que azucara amargores de la vida». Todos los pecados que el Bosco pintó en El jardín de las delicias (1490-1500) y que pesaban sobre la humanidad quedaron limpios por la sangre de Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y da nombre al famoso Agnus Dei de Zurbarán (1635-1640). En esta exposición, el creyente y el interesado en el arte religioso tienen ocasiones para la oración, la reflexión y el agradecimiento.

Y después dirijan sus pasos hacia Francisco José de Goya y Lucientes (1746-1828), natural de Fuendetodos, muerto en Burdeos, sordo, visionario y genio. Observen la condición humana retratada en La familia de Carlos IV (1800) con ese futuro Fernando VII inquietándonos al fondo. En esta sala, los españoles del 3 de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos de patriotas madrileños, ese inconfundible óleo de 1814, se encuentran con los mamelucos del 2 de mayo de 1808 en Madrid (1814), apuñalados horas antes. En estos dos cuadros, se resume el horror de nuestro tiempo que el pintor aragonés anticipó definitivamente. Este sordo ya lo había oído todo y nada cuadra mejor a su pintura que el silencio de esta sala casi desnuda de visitantes. Solo a través de la cruz puede contemplarse esta violencia y este espanto sin perder la esperanza.

Este reencuentro, largamente esperado, no es únicamente con un museo, sino con nosotros mismos. El Prado no muestra solo lo que grandes artistas crearon, sino que indica también esa huella divina que Dios dejó en nosotros, y que alienta en el acto creador de Belleza. Toda visión de ella nos habla directa o indirectamente de Él. San Juan de la Cruz describió el efecto que el Amado deja allí por donde pasa: «Mil gracias derramando, / pasó por estos sotos con presura, / y, yéndolos mirando, / con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura». Estas obras de arte nos hablan de nuestra capacidad para maravillarnos como si cada día fuese nuevo. No en vano, el Señor hace «nuevas todas las cosas».

En efecto, Ribera pintó a este Heráclito hacia 1615 entristecido por la fugacidad de las cosas –«nadie se baña dos veces en el mismo río»– pero, en realidad, ese paso del tiempo y el sufrimiento que conlleva puede conducir a una renovación y no a una caducidad. Después del terror del año 1000, en palabras de Rodolfus Glaber, Europa se cubrió de «un blanco manto de iglesias». Este Prado renovado, reencontrado, abre una vez más sus puertas y, con ellas, nos invita al descubrimiento y la memoria. Novalis decía que siempre vamos a casa. No es exagerado decir que, a muchos, nos sucede lo mismo con el Prado: allí donde un hombre se ha acercado al Misterio desde al arte, hay un cristiano deseando encontrar a Dios en la belleza. Con esta reapertura, los creyentes volvemos a un hogar espiritual abierto a todos.

El lavatorio

Este óleo sobre lienzo pintado entre 1548 y 1549 fue un encargo de la Scuola del Santísimo Sacramento de la iglesia de San Marcuola en Venecia a Jacobo Tintoretto. Nuestro pintor narró la escena del Evangelio según san Juan de modo que la vista cambie según la posición del espectador. En todo caso, el servicio y la entrega que Cristo encarna protagonizan el cuadro.

El descendimiento

Pintada por Rogier Van der Weyden (1400-1464) antes de 1443 para la capilla de Nuestra Señora Extramuros de Lovaina, esta tabla gótica muestra a la Virgen María, revestida del paño de pureza, a María Magdalena, a María Salomé –la madre de Santiago el Mayor y de Juan–, y a María de Cleofás –madre de Santiago el Menor y de José–. Vemos también al propio Juan, a Nicodemo, y a José de Arimatea, que se hizo cargo del cuerpo del Señor.

La Inmaculada Concepción de los venerables

Sin la Inmaculada no se puede entender la España del Barroco. Aquí tienen esta joya de Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682), que pintó a Nuestra Señora entre 1660 y 1665 por encargo de don Justino de Neve, canónigo de la catedral de Sevilla y presidente eclesiástico del Hospital de Venerables Sacerdotes de la ciudad.

La adoración de los Magos

Pedro Pablo Rubens (1677-1640) derrama aquí toda la teatralidad, la fuerza y el color del Barroco desbordante. Fue un encargo de la ciudad de Amberes hacia 1608 para decorar el Salón de los Estados del Ayuntamiento, que acogió la firma de la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas de los Países Bajos (1609).