Redención y dignidad - Alfa y Omega

Redención y dignidad

Alfa y Omega
Benedicto XVI, en La Habana.

«Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres»: en este texto del Evangelio, Jesús se revela como el único que puede mostrar la verdad y dar la genuina libertad. Su enseñanza provoca resistencia e inquietud entre sus interlocutores, y Él los acusa de buscar su muerte, aludiendo al supremo sacrificio en la cruz, ya cercano. Aun así, les conmina a creer, a mantener la Palabra, para conocer la verdad que redime y dignifica»: lo acaba de decir Benedicto XVI, en la Misa celebrada en la plaza de la Revolución José Martí, de La Habana. Siguiendo a su Maestro, el Papa no ha dudado en proclamar, desde Cuba, la más provocadora de las revoluciones, y en definitiva la única eficaz, la que sigue viva desde hace dos mil años, la que brota de la Verdad que nos hace libres; necesaria en Cuba, ¿pero acaso lo es menos en España, y en el resto del mundo?

No sólo la lectura del Evangelio, en la Misa, de La Habana, llevaba dentro la potencia de esta revolución definitiva. Ya estaba anunciada en la primera lectura, justamente la que correspondía a ese día, el miércoles de la 5ª Semana de Cuaresma, del Libro de Daniel: la liberación de los jóvenes judíos condenados al fuego, de un horno encendido al máximo, por negarse a adorar a los ídolos y a la estatua de oro erigida por el rey Nabucodonosor. Así lo explicó el Papa, precisamente en esa emblemática plaza: «Los tres jóvenes, perseguidos por el soberano babilonio, prefieren afrontar la muerte abrasados por el fuego, antes que traicionar su conciencia y su fe», ciertos de que no hay vida ni dignidad fuera de Dios. «Ellos encontraron la fuerza de alabar, glorificar y bendecir a Dios en la convicción de que el Señor del cosmos y de la Historia no los abandonaría a la muerte y a la nada. Dios nunca abandona a sus hijos. Él está por encima de nosotros y es capaz de salvarnos con su poder». Y Benedicto XVI, del testimonio de aquellos deportados a Babilonia, pasa al anuncio explícito de Jesucristo, subrayando cómo Dios Todopoderoso, «al mismo tiempo, es cercano a su pueblo y, por su Hijo Jesucristo, ha deseado poner su morada entre nosotros».

El Santo Padre subraya, con toda fuerza, la Verdad que nos hace libres, aun en medio del fuego del dolor y la persecución, presentes en Cuba y, de mil y una formas diversas, en todas las partes del mundo; ¿acaso no lo proclamó así Jesús, a las puertas mismas de su propia Pasión y muerte en la cruz? ¿Dónde está la grandeza, la dignidad y el valor de la vida humana, que de modo tan persuasivo no dejó de afirmar el Beato Juan Pablo II, ya desde su primera encíclica Redemptor hominis? ¿Acaso en la ausencia de cruces y persecuciones?, ¿en la ausencia de hornos encendidos? ¿O no está más bien en la victoria definitiva de Cristo, celebrada, con gozo desbordante, la Noche de Pascua? ¿Acaso en ella el fuego no se hace Luz? Lo dijo con la belleza y la hondura que le caracterizan, en la Vigilia Pascual del pasado año, Benedicto XVI: el primer signo de la liturgia pascual es «el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual, que nos habla de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas». ¿Acaso no está aquí la vida, redimida del mal, y la plena dignidad de hijos de Dios recuperada, ya hoy, aquí y ahora, en Cuba y en el mundo entero?

«La resurrección de Cristo no es simplemente el recuerdo de un hecho pasado» —son palabras del todavía cardenal Ratzinger en la Vigilia Pascual de 2005, que presidía en nombre del Papa Juan Pablo II, esos días especialmente abrazado a la cruz—. «Jesús es la resurrección y la vida eterna. En la medida en que estamos unidos a Cristo, ya hoy hemos pasado de la muerte a la vida, ya ahora vivimos la vida eterna, que no es sólo una realidad que viene después de la muerte, sino que comienza hoy en nuestra comunión con Cristo». Y en su mensaje para aquella Noche Santa en la basílica de San Pedro, postrado en el dolor y muy cercano ya a su muerte, casi ya sin voz en los labios, pero bien potente en su corazón, Juan Pablo II decía: «Es realmente extraordinaria esta noche, en la que la luz deslumbrante de Cristo resucitado vence de modo definitivo al poder de las tinieblas del mal y de la muerte, y vuelve a encender en el corazón de los creyentes la esperanza y la alegría. Oremos a nuestro Señor Jesucristo para que el mundo vea y reconozca que, gracias a su Pasión, muerte y resurrección, lo destruido se reconstruye, lo envejecido se renueva, y todo vuelve, más hermoso que antes, a su integridad original».

Redención cumplida y dignidad recuperada, en cuantos se acogen a Cristo, la Verdad que nos hace libres, por muchas y dolorosas cadenas que el mundo se empeñe en poner a los cristianos. Vale la pena, al cumplirse siete años de su paso a la Casa del Padre, evocar las palabras del beato Juan Pablo II, en su primera encíclica, Redemptor hominis, de 1979: «Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es —si se puede expresar así— la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. ¡El hombre es creado de nuevo!» ¡Es verdaderamente libre!