En la audiencia del 2 de abril, el Papa Francisco pidió a los católicos que reavivemos el legado de Juan Pablo II, a quien junto con Juan XXIII, también tan querido (¡menudo tándem de santos!), elevará a los altares el Domingo de la Misericordia, el 27 de abril. Invitado especial es el Papa emérito Benedicto XVI, que tan de cerca vivió el largo y fructífero pontificado de su predecesor, de cuya santidad ha dado testimonio.
Los santos, sean de la nacionalidad que sean, nos pertenecen a todos los bautizados y a toda la Humanidad. Son nuestros intercesores, nuestros guías, modelos en el seguimiento de Cristo, en la fe, en la esperanza, en la caridad. Roma se prepara a lo grande para celebrar el acontecimiento que congregará a millones de fieles de todo el mundo; de ese mundo que el Papa Wojtyla, incansable, recorrió evangelizando. ¡Cuántos gestos de amor y cercanía con los enfermos, con los niños, con los jóvenes, con todos a los que trataba!
Reavivemos su legado, nos pide el Papa Francisco. Abramos de par en par las puertas de nuestros corazones, de nuestras vidas, de nuestras familias y de nuestras sociedades a Cristo, acojámonos a su misericordia, recuperemos nuestras raíces cristianas, la gracia de nuestro Bautismo y tengamos la valentía de vivir nuestra fe con coherencia, sin complejos, a la luz del día, sin miedo a mostrarla en nuestra sociedad secularizada. Su legado esta vivo, es actual, es el Evangelio.
Muchas son las cosas de su vida y de su pontificado que me gustaría traer aquí y ahora: su fuerte personalidad, su atractivo carisma, su contagiosa religiosidad, su entrañable amor a la Virgen María, reflejo de su amor a Jesús. En resumen, su santidad. De su predilección por España, estas páginas de Alfa y Omega han dado excelente testimonio. Y cómo olvidar que creó las Jornadas Mundiales de la Juventud, o que dedicó una atención especial al genio femenino en Mulieris dignitatem. O tantas otras cosas…
Heroica fue su batalla por la paz en el mundo, por la libertad de los pueblos, por la vida. Se veía, se palpaba, que su entrega era total, sin reservas, aun a costa de su propia vida, como aquel 13 de mayo de 1981 en que pudo morir, pero María nos lo conservó muchos años más. Tenía que llevar a la Iglesia al siglo XXI, y permaneció sin bajarse de la cruz hasta el 2 de abril de 2005.
Quienes le amaban gritaron Santo súbito. Y el grito resonó en la plaza mayor de la cristiandad. El Señor ha querido escucharnos: a Juan Pablo II podremos invocarlo en las letanías de los Santos y en nuestras oraciones. Milagros, gracias, nadie puede saber cuántos ha dado ya, aparte de las oficiales. A mí, personalmente, me ha concedido dos, una material y otra espiritual. Le estoy muy agradecida, y he ido a Roma, hace unas semanas, a rendirle homenaje, a rezar ante su tumba; en la basílica de San Pedro, entrando a la derecha, en el primer altar, cerca de la Piedad, donde fue colocado después de la beatificación; siempre hay gente rezando. Y también ante la reliquia de su sangre, venerada en la iglesia del Santo Espíritu in Sassia, templo de los polacos en la Ciudad eterna, frente a la Curia de los jesuitas.
Demos gracias a Dios por estos dos Papas santos.