Ráfagas en memoria del cardenal Estepa
Si algo hay que destacar de la trayectoria de José Manuel Estepa como arzobispo castrense es su labor entre el ejército en los años más duros de las matanzas de ETA
Siempre he calificado y definido al cardenal José Manuel Estepa (Andújar, 1926-Madrid, 2019) como ese quinto elemento que en el argot teatral suele llamarse al personaje que, de una u otra forma, siempre está presente en el escenario, y, por ello, es quien mejor conoce la trama. Hoy, pasados unos días de su muerte, escribo estas ráfagas de su poliédrica trayectoria biográfica.
Niñez y adolescencia
Imaginen a un niño, nacido a mitad de los años 20 del siglo pasado, en una de las ciudades más luminosas del sur, Andújar; sexto hijo de una familia numerosa, once hijos, dos de los cuales murieron al nacer. Su padre, oriundo de Andújar, encargado de una fábrica de jabones; su madre, oriunda de Lérida, hija de padres franceses. Imaginen un niño de 6 años al que llaman «el hijo del alcalde», pues su padre, Bernardo, encabezando la lista de Acción Republicana, es elegido para el cargo en el que estuvo solo 130 días; dimitió harto de las presiones de la coalición republicano-socialista. Volvió a la política municipal en febrero de 1936, como concejal de Sanidad y responsable del Hospital Municipal, cargo en el que estuvo hasta el final de la guerra, cuando fue encarcelado, pese a su labor humanitaria y avales del clero local.
Descubrimiento de la vocación
Con 13 años, expoliada la familia por malas artes de un avieso fiscal de infeliz memoria, de la fábrica de su propiedad, la madre se trasladó a vivir a León, con una hermana, buscando sacar adelante a su numerosa familia. En León estudió Bachillerato, siendo compañero de aula del padre del expresidente del Gobierno Rodríguez Zapatero. Son los años en los que el joven José Manuel inició su voracidad lectora y cuando, unos amigos, miembros de Acción Católica, lo invitaron a reuniones y lo prepararon para recibir la Primera Comunión; y al poco tiempo, decidió ser sacerdote. Su padre, ya en la cárcel de Jaén, solo le pidió que entrara al seminario cuando él saliera de la cárcel; no quería que lo consideran «hijo de un preso rojo». Y así fue. En 1945 cuando su padre fue liberado, en 1946, entró en el Seminario de Vocaciones tardías de Salamanca. En 1950, gracias al consejo del obispo de León, que lo confirmó, Luis Almarcha, el canónigo de Orihuela que introdujo a Miguel Hernández en el mundo de la literatura, era admitido en el Colegio Montserrat, iglesia española en Roma, dirigido por Romero de Lema. Para ingresar allí necesitaba el aval de un obispo. Y lo encontró en el primer obispo de la recién creada diócesis de Bilbao, Casimiro Morcillo.
En 1954 es ordenado en Santa María Sopra Minerva. A los pocos días llegaba a Andújar a celebrar su primera Misa. El predicador, Francisco Calleja, moría hace un mes; fueron grandes amigos. Era el primer sacerdote ordenado natural de la ciudad después de la guerra. Fue una ceremonia tensa. En un lado estaban sentadas las autoridades del régimen; y en el otro la familia, con su padre Bernardo, a quienes aquellas autoridades tanto habían humillado Todos comulgaron, menos su padre que lo haría al día siguiente en la Misa que celebró y después de pasar largas horas confesando con el sacerdote amigo que lo acompañaba esos días, Mauro Rubio, posterior obispo de Salamanca. Corto fue el verano pues en septiembre volvía a Roma para seguir ampliando estudios. Decidió no volver a España, llevado por el mal sabor de boca de sus días en Andújar. Dionisio Ridruejo, desterrado en Roma como corresponsal de agencias, lo convenció para que volviera diciéndole: «Si todos nos vamos, España no cambiará». Y marchó a París, al Instituto Católico para matricularse en el recién creado Instituto de Catequética.
En 1956 vuelve a España con los estudios acabados. Su obispo le permite instalarse en Madrid para trabajar en el Instituto de Cooperación Hispanoamericana y, junto a varios profesores de salamanca y teólogos como Floristán o Maldonado, se dedica a la renovación catequética, sobre todo después del impulso del Vaticano II. La Conferencia Episcopal recién creada cuenta con él para la organización del Secretariado de Catequesis.
Obispo auxiliar y arzobispo castrense
En 1972 es nombrado obispo auxiliar de Madrid con la llegada del cardenal Tarancón, formando parte del equipo de auxiliares formado por Echarren, Blanco, Oliver e Iniesta. A cada uno lo eligió para ocuparse de una tarea. A Estepa le encargó las relaciones con la universidad y con los políticos del tardofranquismo. Fueron años tensos en los que intervino en momentos claves, no sin críticas de unos y otros. En la capilla ardiente de Carrero Blanco fue afrentado por Pilar Primo de Rivera, y en Santa Bárbara se encontró con Santiago Carrillo, quien le recordó que se conocían desde niños, cuando visitó la capilla ardiente de unos sindicalistas asesinados. En esos años fue uno de los invitados por la princesa Sofía a las reuniones que solía tener para conocer la realidad del país. Tarancón tendía sus redes con el que sería jefe de Estado. Entonces, no desde su ministerio como arzobispo castrense, comenzó su relación con la Casa Real y su posterior tarea formativa catequética con Felipe VI. En 1982 fue encargado de preparar la visita a España de Juan Pablo II.
En 1983, tras el golpe de Estado de Tejero, tras demostrarse la implicación del entonces vicario general castrense, Emilio Benavent, con los golpistas, Felipe González pidió a Nunciatura su cese, a cambio de silenciar la participación indirecta de Benavent en el golpe. Y fue en febrero de 1983 cuando, a propuesta de Narcís Serra, fue elegido para el cargo. El 1 de agosto de ese año, el rey Juan Carlos lo recibió en la Zarzuela y, según palabras del cardenal, le dijo: «Lo he llamado no para felicitarlo, sino para pedirle perdón por no haber sido usted nombrado arzobispo de Burgos».
Y si algo hay que destacar de su trayectorias como arzobispo castrense es su labor entre el Ejército en los años más duros de las matanzas de ETA y su posicionamiento, no del todo parejo en el episcopado, ante el problema terrorista vasco. En esta misma revista escribí un día lo siguiente: «En 1999, la Conferencia Episcopal entendió que el silencio ante ETA podía ser interpretado como un silencio cómplice y podría pensarse que los obispos estaban sometidos por los obispos vascos. En la plenaria de noviembre, la primera presidida por el cardenal Rouco, el episcopado pidió una declaración clara y contundente de la CEE condenando el terrorismo etarra. Los obispos hablaron libremente. Habló Setién, defendiendo su postura con argumentos jurídicos y cuestionado la presencia de Estepa presidiendo entierros y funerales en diócesis vascas, ya que era algo que correspondía al obispo diocesano. Estepa, por alusiones, dio un golpe en la mesa diciendo: “Si se habla de jurisdicciones yo tendría que explicar a los militares que, puesto pertenecen a la jurisdicción eclesiástica y castrense, tienen la desgracia de ser cristianos y militares”, concluyendo: “Me voy mientras siguen pensando si es oportuno habar claro. Yo seguiré enterrando militares asesinados por ETA”».
Catecismo de la Iglesia
Una vez reformado el Código de Derecho Canónico tocaba el turno al Catecismo. Juan Pablo II se lo encargó al cardenal Ratzinger, quien hizo una comisión incorporando en ella a monseñor Estepa. El tesón y el trabajo de Estepa, admirado por Ratzinger, fue la razón por la que lo hizo cardenal como agradecimiento, cuando en España, se creía que quien, en esa ocasión iba a ser nombrado cardenal –aunque lo sería más tarde– era Fernando Sebastián, ya fallecido. Un día me dijo: «Cuando era joven, mi idea de lo que era un cardenal era que se trataba de personajes que intervenían en asuntos graves, gentes muy importantes, pero ahora que soy, ni me lo creo. Es más, le dije al Papa que yo ya estaba amortizado». Su memoria y su labor no está amortizada; pervivirá por encima de dimes y diretes curiales.