Quiero ser como la borriquita
Domingo de Ramos / Lucas 19, 28-40; 22, 14-23, 56
Evangelio: Lucas 19, 28-40; 22, 14-23, 56
Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la aldea de enfrente; al entrar en ella, encontraréis un pollino atado, que nadie ha montado nunca. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: “¿Por qué lo desatáis?”, le diréis así: “El Señor lo necesita”». […] Después de poner sus mantos sobre el pollino, ayudaron a Jesús a montar sobre él. Mientras él iba avanzando, extendían sus mantos por el camino. Y, cuando se acercaba ya a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto, diciendo: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas». Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos». Y respondiendo, dijo: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras».
[…] Apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?». […] Después de prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. […] Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se lo quedó mirando y dijo: «También este estaba con él». […] Pedro dijo: «Hombre, no sé de qué me hablas». Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo.
[…] Pilato preguntó a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él le responde: «Tú lo dices». Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre. […] Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Ellos vociferaron en masa: «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás». […] Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». […] Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad. […] Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él. Y cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». […] Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró.
Comentario
Faltan solo cinco días para la Pascua. Jesús, sabiendo que su hora se acerca, decide entrar en Jerusalén. Lo hace con calma, sin huir, sin esconderse. Podría haberse quedado en Betania, seguro entre amigos, pero elige caminar hacia la ciudad que mata a los profetas… hacia su cruz. Al escuchar este Evangelio lo imaginamos preparando esa entrada. No es un caballo de guerra, no es un símbolo de poder, sino el animal de los pobres, de los mansos. Jesús quiere enseñarme que su realeza no es de este mundo. Que su trono será una cruz. Y aún así, va con decisión.
La gente le aclama, le recibe con alegría. Cantan, gritan, agitan palmas. «¡Hosanna!», dicen. Pero Jesús, en medio de todo ese entusiasmo, llora (Lc 19, 41-44). Llora por Jerusalén. Llora por lo que vendrá. Llora porque ve corazones cerrados, almas distraídas, personas que no se dan cuenta de quién está pasando por su vida. Y yo, ¿cuántas veces he hecho lo mismo? ¿Cuántas veces he recibido a Jesús con cantos y luego lo he dejado solo? ¿Cuántas veces le he gritado: «¡Hosanna!» y poco después lo he olvidado, lo he negado, lo he crucificado con mis indiferencias, con mi egoísmo, con mis silencios?
Jesús entra en mi vida cada día. A veces lo reconozco, a veces no. A veces le dejo espacio, otras no tengo tiempo ni para mirarle. Pero Él sigue viniendo. Manso, humilde, paciente. Y me mira. Me mira con ese amor que llora por mí cuando no me doy cuenta. Y en esa mirada está toda su ternura, su dolor, su esperanza.
Jesús sabe lo que hay en el hombre, y por eso, aunque la multitud le vitorea, Él llora. No se deja engañar por las apariencias, por los cantos, por las ramas agitadas. Sabe que el amor verdadero no se mide por el ruido de una multitud, sino por la fidelidad en el silencio. Sabe que su entrada en Jerusalén lo llevará al sufrimiento, al abandono, al juicio injusto, a la cruz. Y, sin embargo, elige entregarse. No a medias, no con condiciones. Hasta el final. Y su entrega me interroga. ¿Me atreveré yo también a seguirle de verdad?
Hoy, al comenzar esta Semana Santa, quiero quedarme contemplando ese rostro de Jesús que llora. No por debilidad, sino por amor. Quiero aprender de su coherencia, de su valentía. Quiero, como la borriquita, prestarme a llevarle, aunque no entienda todo, aunque a veces me sienta pequeño o indigno. Jesús llora por mí, pero también me ama infinitamente. No quiero que su llanto sea en vano. Me conmueve pensar en ese Jesús que sube a Jerusalén como un cordero que se ofrece voluntariamente. No hay dureza en su rostro, hay ternura. No hay resentimiento, hay entrega. No hay reproche, hay amor hasta el extremo. Y yo quiero que mi vida sea una respuesta viva a su amor.