¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? - Alfa y Omega

¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?

Viernes. Visitación de la bienaventurada Virgen María / Lucas 1, 39-56

Carlos Pérez Laporta
'Visitación'. Mosaico del Claustro del Rosario del Monasterio Franciscano, en Washington D. C. (Estados Unidos)
Visitación. Mosaico del Claustro del Rosario del Monasterio Franciscano, en Washington D. C. (Estados Unidos). Foto: Lawrence OP.

Evangelio: Lucas 1, 39-56

En aquellos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y levantando la voz, exclamo:

«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu Vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».

María dijo:

«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava”.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mi: “su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.

Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».

María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

Comentario

María siguió los pasos que Dios le había marcado, e hizo así su camino. Porque creer lo que Dios nos dice y hacer lo que Dios nos pide exige un recorrido humano. Porque la fe no es magia. María no dudaba de su destino, pero su razón, su corazón y su voluntad necesitaban asimilar aquella revelación al ritmo de sus propias capacidades. Su ritmo era muy alto, porque su disponibilidad y entrega eran altas también, por eso dice el evangelista que «se levantó y se puso en camino de prisa». Pero era un ritmo humano en el que cada paso que le alejaba de su casa y de lo que había sido hasta entonces su vida, significaba un acto de aceptación más de su destino. Con cada paso hacia casa de santa Isabel ganaba espacio la fe en su pensamientos, en sus afectos y en sus deseos. Su destino comienza a notarse en todo lo que ella es y expresa, en su manera de hablar, de pensar y de querer.

Por eso, ese camino de fe de María alegra a Isabel; esto es, llena de gozosa certeza su corazón. Porque la fe de María le ayuda a ella a asumir su propio destino. La presencia humana de Maria —atravesada por la fe que desvela su voz, y que testimonia el designio bueno de Dios— le conmueve: «en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre». ¿Quién no se alegraría con la visita de María? ¿A quién no le confortaría una voz como la suya? Habían pasado unos días, pero su voz era ya maternal, Porque era ya la voz de quien ya espera con ternura al hijo de sus entrañas. Esa esperanza y esa espera maternales nos ayudan a nosotros a asumir nuestro propio destino.