¡Que sean completamente uno!
Jueves de la 7ª semana de Pascua / Juan 17, 20-26
Evangelio: Juan 17, 20-26
En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, oró, Jesús diciendo:
«No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo.
Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos».
Comentario
Jesús miraba la historia con sus ojos humanos. Dios, que mira desde la eternidad, no encuentra secretos en la historia; pero el Hijo se hizo hombre. ¿Cómo se expresaba en Él su visión como Dios y su visión limitada cómo hombre? En el evangelio de Mateo Él mismo nos respondió: «de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24, 36). Es en el misterio del Padre que toda la historia de la libertad humana queda recogida. Y es recogida porque somos verdaderamente libres y porque verdaderamente a Dios no se le escapa la libertad. Libertad humana y libertad divina se conjugan en el corazón de Dios sin eliminarse mutuamente, en un modo que sólo Dios Padre conoce.
Por eso Jesús, al pensar en los que vinimos después de su generación, «levantado los ojos al cielo, oró diciendo: “No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos”». Para penetrar el misterio de la historia Jesús hunde sus ojos en las profundidades del cielo, y reza; esto es, se fía al misterio del Padre y pide. No es un conocimiento cronológico del futuro lo que aquí expresa, sino un diálogo con el Padre. Es en el Amor entre ellos dos —que es el Espíritu Santo— que cabe la historia de nuestras libertades, con sus zozobras y quiebros: «que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros». Es el Espíritu Santo que recrea la faz de la tierra, que reordena en la unidad del Amor nuestras diferencias con Dios: «los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo».