Que mamá esté contenta. Si me matan, es por sacerdote
El 14 de julio, se cumple el 23 aniversario de la muerte del Venerable José María García Lahiguera, cuyas virtudes heroicas reconoció la Santa Sede hace ahora un año. Sus hijas espirituales, las Oblatas de Cristo Sacerdote, publicaron en 2001, en Ediciones Encuentro, su biografía. Entre otras cosas, narran cómo el maestro de sacerdotes a punto estuvo de dar su vida por la fe, durante la persecución de los años 30:
El 18 de julio de 1936 sorprendió a don José María en Madrid. Desde su casa, en Ferraz 21, presenció, horrorizado, el asalto al Cuartel de la Montaña. Cada vez que oía las detonaciones del bombardeo, daba la absolución y rezaba por cuantos suponía muertos o heridos. En un principio, fue presa de un miedo visceral, pero un día, ante el requerimiento de una señora que pedía los últimos sacramentos, se lanzó a la calle, y desde entonces se convirtió en un auténtico titán. En un registro a su domicilio, los policías se fijaron en una fotografía suya vestido de sotana. Don José María dijo con resolución: «Ése soy yo». Su madre atajó: «Sí, es sacerdote; pero jamás se ha metido en política». Esta vez no se lo llevaron. En el siguiente registro, don José María no estaba en casa. Los milicianos dijeron a su madre: «Señora, sabemos que su hijo es una buena persona, pero es cura, y por ser cura tenemos que matarlo».
Consiguió acogerse a la embajada de Finlandia, pero, el 3 de diciembre de 1936, esta embajada fue asaltada por las turbas. Los asaltantes encontraron en una sala ornamentos sagrados y preguntaron: «¿Quién es el cura?». Don José María se adelantó y confesó: «Yo soy sacerdote».
Hacinados en un garaje-prisión de la calle Serrano, él seguía ejercitando su fina caridad. A todos, con su buen humor y su fe viva, infundía confianza y paz. Condenado al paredón, cuando le sacaban, dijo a su hermana Asunción: «Di a mamá que esté contenta: si me matan, es sólo por ser sacerdote».
Como los detenidos lo habían sido en una embajada extranjera, en vez de fusilarlos, temiendo complicaciones diplomáticas, los llevaron al antiguo colegio de San Antón. Un nuevo interrogatorio. Una nueva confesión: «Soy sacerdote». El que le había interrogado, bajando la voz, le dijo: «No debe usted decir esto». Pero don José María lo había dicho y estaba dispuesto a repetirlo.
Fue liberado gracias a la intervención de su hermano Antonio desde la embajada de España en Estados Unidos. Provisto de un carnet de representante de libros, comenzó a desplegar toda una organización clandestina de celebración de Misas, retiros, reuniones, pláticas y Ejercicios espirituales. Las ayudas que le venían de parte del prelado iban a parar a los más necesitados. El prelado, doctor Eijo y Garay, a quien sorprendió la guerra en la zona no republicana, decidió designarle Vicario General. Funcionaba tan bien el contacto de unos sacerdotes con otros y con el prelado, que podía hablarse de una auténtica vitalidad diocesana y apostólica.
Su amor al seminario
El Seminario había sido transformado en cuartel de artillería. Don José María, integrándose en una junta laica de intelectuales, logró que la biblioteca del Seminario fuera trasladada a la Biblioteca Nacional. «Mis visitas al seminario —contaba después de la guerra— eran amarguísimas. Estaba hecho una auténtica porquería: sucio y destrozado». A pesar de todo, él no perdía el buen humor. Del año 1938 son estos fragmentos de cartas suyas:
«Amigo Domingo: estamos en guerra…, así que nada de lata, aunque sea de ese néctar del Olimpo que llaman aceite y que dicen sirve para freír unas cosas raras llamadas patatas y unas bolas blancas que dicen huevos y que las producen unos animalitos que para mí se crían en el polo, pues por estas latitudes se ha perdido la raza».
La obsesión de don José María, su anhelo de santidad sacerdotal, se iba haciendo realidad sangrienta en estos años. Después se hará aún más real en una vida a lo mártir: la de un auténtico testigo de Cristo.
HH. Oblatas de Cristo Sacerdote