«La formación en la afectividad es un tema muy actual en la Iglesia»
Francisco Insa, profesor de la Facultad de Teología y del Centro de Formación Sacerdotal de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma, reflexiona sobre la exclusión de los homosexuales del seminario
El Vaticano adoptó en 2005 la decisión de excluir a las personas homosexuales de los seminarios. ¿Hubo algún acontecimiento que forzó la publicación de esta regulación?
En efecto, en ese año la Congregación para la Educación Católica publicó la Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al Seminario y a la Órdenes Sagradas, que daba indicaciones en ese sentido. Ahora bien, en realidad el criterio es muy anterior. Por limitarme al período más reciente, entre 1961 y 2002 las entonces Congregaciones para los Religiosos, el Culto Divino y la Educación Católica emitieron documentos en los que —apoyados en una praxis anterior— ya desaconsejaban que las personas homosexuales emprendieran la vida religiosa o el sacerdocio. Estamos hablando, por tanto, de varios documentos que repiten el mismo criterio, publicados en cuatro pontificados: san Juan XXIII, san Pablo VI, san Juan Pablo II y Benedicto XVI. Con todo, había cierto interés por parte de los distintos responsables de la formación sacerdotal en saber con más claridad si era una simple recomendación o una normativa de la Santa Sede que había que acatar.
¿Por qué no bastaría con que esas personas fueran célibes, que es lo que se pide a los heterosexuales que llaman a la puerta de los seminarios?
Es cierto que las normativas que ha publicado la Santa Sede, que son contundentes, no aportan una mayor explicación. En mi opinión, la indicación no tiene que ver simplemente con el riesgo de incontinencia en el celibato, ni tampoco se debe a que se relacione la homosexualidad con el abuso sexual, como tal vez se podría pensar a primera vista. Ya he mencionado que hay normativas al respecto en los años 60 del siglo pasado, mucho antes de que explotara la crisis de los abusos.
Pienso que la cuestión no es solamente psicológica —aunque hay cuestiones relacionadas con la afectividad, con el corazón, con el manejo de los propios sentimientos y con las relaciones con otras personas—, sino fundamentalmente antropológica. La Iglesia ha defendido siempre que el hombre es una unidad de cuerpo y alma; se puede hablar también, como hace san Pablo en la primera carta a los tesalonicenses, de unidad de cuerpo, psique y espíritu. Se espera por tanto que haya una armonía entre esas dimensiones. Como dice el Catecismo, la sexualidad es una dimensión de la persona que refleja la unidad de cuerpo y alma. Dios ha creado a la criatura humana como hombre y mujer, dos modos distintos de ser persona que están llamados a un amor fecundo, como leemos en el Génesis. Por eso, parece natural que el hombre y la mujer se sientan mutuamente atraídos el uno por el otro. Cuando esto no ocurre, cuando no encontramos esa armonía, cabría pensar qué sucede a esa persona. En definitiva, creo que sería un error reducir la atracción por el mismo sexo precisamente al sexo. La pulsión sexual y los problemas que pueden derivar de ella son como la punta del iceberg, que a la vez señala y esconde cuestiones mucho más importantes. No se trata, repito, de una cuestión meramente psicológica, sino antropológica, en su doble vertiente filosófica y teológica. Por eso es difícil, aunque ni mucho menos imposible, que una persona con una visión antropológica distinta de la cristiana llegue a entender la causa de esta normativa, quizá porque inconscientemente reduce la sexualidad a genitalidad.
Según el periódico Il Corriere della Sera, los obispos italianos aprobaron en noviembre una nueva edición de su Ratio Formationis sacerdotalis, base de la reforma de los seminarios italianos, que aún no ha validado la Santa Sede. Según este periódico el texto que aprobaron por mayoría incluiría una enmienda que reconocería la distinción entre la simple orientación homosexual y las «tendencias profundamente arraigadas». ¿Qué diferencia existe entre ambas? ¿Cómo podría resolverse esta cuestión antes de que un candidato al sacerdocio entrase en el seminario?
Lo primero que hay que decir es que, como usted señala, solo sabemos lo que han publicado algunos medios de información, en base a filtraciones. Es decir, no podemos saber con certeza lo que aprobaron los obispos italianos.
El catecismo de la Iglesia católica habla de la homosexualidad como una atracción sexual exclusiva o predominante hacia personas del mismo sexo. Creo que las «tendencias profundamente arraigadas» se refieren a esta situación que se mantiene en el tiempo más allá de la adolescencia, periodo en que aún se está construyendo la identidad.
Está claro que si una persona comete actos homosexuales, esto la excluye del sacerdocio, al igual que si fuesen actos heterosexuales. La cuestión que se está planteando en algunos sitios, y, quizás era lo que se estaba planteando también en la Conferencia Episcopal Italiana, es si una persona que tiene esa tendencia puede entrar en el camino hacia el sacerdocio o, en cambio, habría que excluirla solamente por ese motivo.
Realmente no lo sabemos con certeza. Hay autores fiables, tanto en ámbito eclesiástico como médico-psicológico, que afirman que las personas con esta tendencia tienen características psicológicas completamente equivalentes a las personas heterosexuales. Sin embargo, hay autores también fiables, tanto en ámbito eclesiástico como médico-psicológico, que sostienen que las personas con atracción por el mismo sexo manifiestan con más frecuencia dificultades biográficas, algún obstáculo en su proceso de la maduración, necesidades afectivas peculiares, trabas en las relaciones interpersonales, o problemas en su vivencia de la sexualidad o para la continencia. En definitiva, los datos son contrastantes y no es fácil saber con seguridad lo que ocurre. Por otra parte, cada persona y cada institución tiene sus propias experiencias en estos casos, que obviamente no siempre coinciden.
Puede ocurrir que un seminarista sea consciente de esta tendencia y decida ocultarla por miedo a ser excluido del sacerdocio, reciba la ordenación presbiteral y viva bien su celibato, que es un modo peculiar de vivir la sexualidad. Con 20 o 25 años ese seminarista se siente bien, con fuerza y ánimo de voluntad. Pero el sacerdocio es para siempre, y hay que ver cómo continúa a los 40 o 50 años, quizá ante una situación de dificultad, soledad o burn out. En efecto, hay casos en que al pasar esos momentos difíciles algunos sacerdotes —independientemente de su orientación sexual— han comenzado a experimentar el celibato de una manera insatisfactoria o dolorosa, en ocasiones cayendo en conductas con las que se han hecho daño a sí mismo o a otros.
Ojo, esto también es válido para los heterosexuales. La pregunta clave es si por esos posibles factores que hemos dicho antes una persona que tiene una atracción arraigada por personas del mismo sexo puede descompensarse con más facilidad, dando lugar a consecuencias indeseadas. Creo que tenemos que dar un voto de confianza al Papa, al Dicasterio para la Congregación de Educación Católica en su documento de 2005, y al Dicasterio para el Clero cuando aprueba con el Papa Francisco en 2016 la Ratio para la formación sacerdotal, porque parece que entienden que hay experiencias que desaconsejan la admisión de estas personas. No hay que olvidar que la Iglesia tiene dos mil años de experiencia práctica acumulada.
Independientemente de lo anterior, hay que tener claro que las personas homosexuales están absolutamente llamadas a formar parte de la Iglesia. Están llamadas a la santidad. A mí no me cabe ninguna duda de que un homosexual declarado puede ser santo.
Usted habrá tenido que decirle a algún candidato a sacerdote que no encajaba en el seminario. ¿Cómo ha afrontado esos momentos?
En mi experiencia, cuando por cualquier motivo se dice a una persona que el camino del sacerdocio no es lo suyo, no se está defendiendo en primer lugar ni a la Iglesia, ni a la institución, ni a la diócesis, ni al seminario. Yo estoy defendiendo a esa persona. Lo que le estoy diciendo es «no te metas en este camino porque te puedes estar metiendo en un lío». Yo no le puedo garantizar que va a ser infeliz o que no va a ser fiel al ministerio, pero tengo datos objetivos para decirle que es bastante posible que el sacerdocio sea para él un camino doloroso, que no pueda vivirlo de forma alegre y serena.
La formación de los futuros sacerdotes es un tema muy importante para la Iglesia. ¿De qué manera se debería abordar la formación afectiva y emocional de los que serán los nuevos sacerdotes?
La formación en la afectividad es un tema muy actual en la Iglesia. El punto de inflexión lo dio san Juan Pablo II cuando dijo que la formación humana es el fundamento de toda la formación sacerdotal. Efectivamente, primero necesitamos que los seminaristas sean hombres para que luego puedan ser sacerdotes configurados con Cristo. Pero si les falta madurez, un mínimo de autoestima, de confianza en sí mismos, de capacidad relacional, etc., entonces será muy difícil que se conviertan en un terreno fértil donde se desarrolle esa planta que es la santidad, de la cual sacarán energía para servir a los fieles cristianos.
En estos años los formadores de los seminarios están trabajando mucho —con frecuencia con la ayuda de psicólogos— para ayudar a los candidatos a conocerse a sí mismos, a integrar en su personalidad su propia biografía, a reconocer y gestionar sus propias emociones, etc., lo cual supondrá una gran ayuda para su futuro ministerio. Podrán de este modo reflejar el rostro amable de Jesús y la misericordia del Padre.