«Proclamad el Evangelio»
Solemnidad de la Ascensión / Evangelio: Marcos 16, 15-20
Es difícil separar la lectura del Evangelio de este domingo de la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, que es la que alude a los 40 días tras la Resurrección. La estrecha unidad que se da habitualmente los domingos entre la primera lectura y el Evangelio se manifiesta hoy de modo particular en una temática casi idéntica. En ambos textos se destaca el carácter de conclusión o despedida de la misión terrena del Señor, ligado al comienzo de la misión de la Iglesia, que constituye el eje del breve pasaje que tenemos ante nosotros.
El primer dato que nos aporta este texto es que Jesús se aparece de nuevo vivo ante los once. En la liturgia, los relatos de las apariciones han ocupado el centro de atención durante la octava de Pascua y los primeros domingos de este tiempo. Ahora, tras varias semanas en las que el Evangelio de san Juan abordaba diversas cuestiones sobre la vida del discípulo y su relación de conocimiento, amor y permanencia con Jesús, parece que retomamos el momento inicial de la Pascua, cerrando el ciclo de las apariciones iniciado el primer domingo. Este modo de escoger las lecturas corresponde, pues, con la estrecha unidad que hay entre Resurrección, ascensión y venida del Espíritu Santo. Jesús, una vez resucitado adquiere un modo de vivir real, participando plenamente de la gloria y el poder de Dios. En contraste con la humillación sufrida en su Pasión y Muerte en la cruz, el Señor es colocado en lo más alto, no en un sentido geográfico, sino real, como juez de vivos y muertos. De hecho, la ascensión a la gloria es uno de los motivos preferidos en las oraciones propias de este día, sean de la liturgia de las horas o de la Misa. El paradigma del modo orante de reconocer la gloria del Señor lo refleja aquí el salmo responsorial con su respuesta «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor al son de trompetas». Se trata de un texto compuesto originalmente por los israelitas que llevaban el arca a Jerusalén, tras volver de la batalla, con el objetivo de expresar la asunción de la realeza por Dios. El carácter del Evangelio y de la fiesta que celebramos nos hace comprender ahora que cuanto ha sido atribuido a Dios en el Antiguo Testamento se asignará ahora a Jesucristo triunfante y victorioso sobre la muerte.
Partícipes de esta victoria
La entrada del Señor en la gloria tiene como consecuencia inmediata nuestra participación en esa victoria. Cuando el Señor afirma que «el que crea y sea bautizado se salvará», constata que la vida eterna no es algo reservado para Él mismo, sino que todos los cristianos, al haber sido incorporados a Cristo, tenemos la firme esperanza de que un día participaremos de su poder y reinado. Mientras tanto, la misión de la Iglesia es doble: en primer lugar, ir al mundo entero. Frente a la tentación de quedarnos plantados mirando al cielo, en palabras de la primera lectura, el Señor nos pide salir, desplazarnos y movernos hacia donde están las personas. Se trata de una disposición que supone implicarse en cuerpo y alma. El Señor no pide a los once dedicar algo de tiempo, sino ir al mundo entero, una tarea que, naturalmente, no conoce fin.
En segundo lugar, debemos proclamar el Evangelio. El cometido de la Iglesia no es otro que continuar los gestos y palabras que realizó el Señor. En este sentido, la Iglesia no está llamada a ser original, sino a reflejar fielmente cuanto ha sido querido por el Señor. Al mismo tiempo, la predicación del Evangelio está acompañada y confirmada por algunos signos que, adaptados a los tiempos, se siguen realizando en virtud de la autoridad conferida por Cristo a sus discípulos. Constatamos, en definitiva, que la victoria del Señor sobre la muerte no solo se concreta en el gozo y la alegría de comprobar que Jesús está vivo, sino en el mandato preciso de no dejar nunca de proclamar y llevar a cabo cuanto Él ha anunciado y realizado.
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.