Primeros pasos de un obispo
Nos subimos al coche de José Cobo, uno de los nuevos auxiliares de Madrid para acompañarle en su primera semana de ministerio: un funeral, encuentros con sacerdotes, confirmaciones, confesiones, una visita a una parroquia y una comida con los más necesitados. «Los sencillos marcan el camino de la Iglesia», confiesa
A punto de cumplirse 15 días de su ordenación episcopal, José Cobo, obispo auxiliar de Madrid ya tiene «el corazón lleno de nombres» [Robo la cita de su discurso tras su ordenación que él, a su vez, tomó de otro obispo]. Nombres propios. Algunos ya los tenía apuntados, otros son nuevos. Entre ellos, los que asistieron a la Eucaristía el domingo 17, un día después de su ordenación, en San Alfonso María de Ligorio, que fue su primera parroquia y ahora vio sus primeros pasos como obispo.
A José Cobo no le ha cambiado ser obispo. Primero, porque no se percibe salvo por los signos externos como el pectoral o el anillo episcopal y, segundo, porque él mismo lo reconoce. Al fin y al cabo, estar al frente de una vicaría tan grande y diversa como la número dos de Madrid, que abarca desde el barrio de Salamanca –uno de los más ricos– hasta más allá de San Blas –uno de los más pobres–, es una ventaja. Bueno, ahora tiene que cuadrar varias agendas a la vez, la de la vicaría y la del Arzobispado. Y no es fácil. Encima de la mesa, en la tablet que porta Abraham, el secretario de la vicaría, no hay un hueco en blanco. Todo son colores. Y kilómetros urbanos en un Hyundai, donde abre esa agenda y selecciona el próximo destino.
Una de las primeras celebraciones que tuvo que presidir fue un funeral, el miércoles 21, en la parroquia Nuestra Señora del Rosario de Filipinas, que animan los Dominicos en Madrid. Una mujer, de las que hay tantas en las parroquias, que hacen una labor callada y sin las que apenas podrían funcionar, falleció en el mismo templo por una caída. La parroquia, conmocionada, agradeció la visita de José Cobo, a quien los familiares de la mujer confesaron que murió como ella quería: «A los pies de la Virgen y delante del sagrario». Fue el primer funeral como obispo.
Al día siguiente, el jueves, le tocó acudir a la elección de nuevos arciprestes en dos zonas de su vicaría, algo que no fue más que una excusa para encontrarse con los sacerdotes, para charlar con ellos y para recibir felicitaciones. De nuevo, desde las oficinas de la vicaría, muy cerca de Las Ventas, José conduce hasta la Parroquia de Santo Tomás Apóstol. Allí esperó –llegó antes– a que arribaran los sacerdotes del arciprestazgo de la Encarnación.
—Tenemos que acostumbrarnos a tratarte como obispo— le comenta un sacerdote.
—Primero me tengo que acostumbrar yo— contesta entre risas el obispo auxiliar, que explica que tanto la cruz pectoral que porta –la misma que lleva el Papa pero con la Almudena en el anverso– y el anillo fueron un regalo del cardenal Osoro a los tres nuevos auxiliares.
Cuando llegan todos comienza la reunión. Se reza, escucha a los sacerdotes y lanza una idea: «Ser arcipreste no es una carga, sino un servicio a los demás curas, un vehículo de comunión. Se puede hacer como una carga o como un instrumento de salvación». Antes de irse los bendice tras petición popular y retoma la marcha. De nuevo el coche, de nuevo la agenda del móvil y Google Maps.
Minutos después, en el monasterio de las Benedictinas de la Natividad, se encuentra con los sacerdotes de San Blas. Lo reciben las propias hermanas, que pidieron permiso a sus superiores –son de clausura– para asistir a la ordenación episcopal. Allí preside otra votación que precede a la comida.
Cualquier instante vale para que los sacerdotes le feliciten por su intervención en la ordenación o para comentarle que en la catedral de la Almudena, aquel día, había más sacerdotes que nunca. «Incluso alguno que llevaba años sin pisar el templo principal de la archidiócesis de Madrid», le dice un cura. «Lo bonito es que allí nos encontramos una gran pluralidad de gente de Iglesia: sacerdotes, religiosos, laicos…», responde José. También asistieron gente de San Blas, que luego decía con orgullo: «El que más habla es el nuestro».
El nuevo obispo auxiliar no esconde su predilección por San Blas, uno de los lugares más deprimidos y castigados de Madrid, donde, además, encontró acomodo, sin dificultad, una de sus propuestas estos últimos años al frente de la vicaría de acuerdo con el arzobispo: la creación de unidades pastorales. Allí ya funciona una y con muy buenos resultados. Tiene claro que ese debe ser el camino que debe seguir la Iglesia, también en las grandes ciudades, porque puede ayudar a crear puentes entre distintas parroquias y a atender a todos mejor.
El fin de semana la agenda se colorea todavía más. Tiene unas Confirmaciones el sábado, algún que otro compromiso y se va a casa, en la parroquia del Pilar, y baja al templo para confesar. Los que se acercan al sacramento de la Reconciliación no saben que el mediador es el nuevo obispo auxiliar. Momentos de recogimiento antes de otro plato fuerte, esta vez en Carabanchel, en la parroquia de la Crucifixión, donde ya se había comprometido antes de ser obispo, para presidir la apertura de la semana misionera. Presidió la eucaristía y luego ofreció una charla, en la que dejó una reflexión interesante sobre la parroquia misionera: «Antes el ser presencia eclesial estaba caracterizado por ser luz, y ahora debería tomar sentido el ser sal, que da sabor en el barrio. Hoy existe una gran sed de espiritualidad y son necesarios espacios para colmarla».
Concluida su intervención visitó la casa de acogida San Agustín y Santa Mónica, de Cáritas Madrid, donde comió con personas en situación de exclusión que están siendo acompañadas para recuperarse y reinsertarse socialmente, atendidas por la Congregación Amistad Misionera de Cristo Obrero y apoyadas por la Orden de San Agustín. El encuentro, en el que cada residente contaba su experiencia de vida, resultó tan agradable que nadie se levantó de la mesa hasta pasadas las 17:30 horas. «Son gente que está muy tocada, pero que se han encontrado con gente de Iglesia que los quiere. Ellos mismos te lo dicen y reconocen que son los momentos más felices de su vida», añade José Cobo.
Y aprovecha la charla con Alfa y Omega para hacer una reflexión sobre el camino que debe seguir la Iglesia: «La gente más sencilla nos marca por donde tenemos que ir». Habla del amor, de la ternura, de los nombres… Como Carmen, feligresa de una de sus parroquias, que vivía en una terraza por 200 euros al mes y a la que, un día, encontraron una enfermedad incurable. Acompañada por la comunidad parroquial en sus últimos días, confesó: «Qué feliz soy porque no voy a morir sola». La soledad de tantas personas, sobre todo aquellas que se acercan a la muerte, también es algo que le preocupa y en lo que está trabajando con voluntarios formados por los camilos.
La última conversación que mantenemos con el nuevo obispo auxiliar se produce en Arturo Soria, en una casa de ejercicios. Allí, un grupo de curas de la Vicaría I de Madrid hacen un retiro que él mismo guió. El miércoles lo hizo, por petición propia, en la residencia de curas mayores. Hablamos de que van a vivir los tres nuevos auxiliares en una misma vivienda –compartirán cocina y comedor con el cardenal– a modo de comunidad de obispos: «Lo que más me gusta es que, durante el desayuno o comidas, podremos resolver asuntos sobre la marcha y coordinarnos mejor».
La vida de obispo no es hoy, para el público general, una vida apasionante. Quizá es porque no la conocen o porque no la ven como lo hacen los niños, como el ahijado de José que al ver la sotana encarnada la víspera de la ordenación exclamó: «¡Te vas a vestir de superhéroe!». En el fondo, todos llevamos uno dentro.