El matrimonio entre un hombre y una mujer y para siempre, y la familia que de ahí brota, es el fundamento de la sociedad. Este aserto resiste cualquier crítica y está ratificado por la historia de todos los pueblos y culturas.
Esto no obsta para que el matrimonio y la familia hayan tenido que afrontar dificultades y problemas, a veces muy serios, y que no hayan salido inmunes. El Concilio Vaticano II tuvo que reconocer que el matrimonio actual está afectado por la plaga del divorcio. Años después, Pablo VI se vio obligado a salir al paso de otra plaga: la contracepción. En fechas recientes se ha extendido como una mancha de aceite la cohabitación entre quienes no están casados.
El matrimonio y la familia cristianos no están inmunes a estas enfermedades. Son muchos los católicos que se divorcian, que ciegan las fuentes de la vida y que conviven fuera del matrimonio. Además, desde hace años, se ha interrumpido la transmisión de la fe de padres a hijos, y la oración en familia sufre un gran impacto.
La Iglesia no puede contemplar esta situación con indiferencia, sino con ojos de madre y de padre. Es decir, con amor compasivo y, a la vez, con la fortaleza del cirujano que maneja el bisturí para extirpar un cáncer, antes de que llegue la metástasis.
Éste es el substrato para comprender que el Papa haya convocado un Sínodo especial de los Obispos para tratar sobre el matrimonio y la familia. No es la primera vez que lo hace, ni, previsiblemente, será la última.
Sin embargo, el de ahora es un Sínodo especial. Ha ido precedido de una encuesta muy amplia, no sólo a los obispos y sacerdotes, sino también a los fieles, pidiendo información sobre la situación real. Algunos han querido reducirlo a la cuestión puntual de la comunión a los divorciados vueltos a casar y han creado expectativas que la Iglesia no puede -porque no tiene autoridad para ello- satisfacer. Es claro que ése no es el único ni el principal problema. Tendremos ocasión de comprobarlo, cuando el Sínodo comience su andadura.
Mientras, se nos pide, como hijos de la Iglesia y hermanos de quienes están heridos en sus matrimonios y familias, que pidamos luces al Espíritu Santo para que los miembros del Sínodo acierten en el diagnóstico del matrimonio natural y católico.