Polizones - Alfa y Omega

Polizones

El periplo de estos tres supervivientes, que llegaron hambrientos, deshidratados y muertos de frío, ha hecho saltar cerrojos de medio mundo, que mira esta foto con incredulidad intentando tapar los ojos de su conciencia

Eva Fernández
Foto: Salvamento marítimo / AFP.

En el álbum cotidiano del horror, esta imagen bate récords. Nos hemos cansado de ver pateras abarrotadas, pero estos tres jóvenes subidos a la pala de un buque nos han producido escalofríos. Es el poder de una fotografía, que enfoca lo que tuvo que ser esa travesía de once días retando a la muerte en cada golpe de ola. De no haber llegado vivos, nadie habría hablado de ellos nunca. Con suerte sus cuerpos sin nombre hubieran aparecido sobre una playa africana. Muertos sin nombre. Porque hay gente invisible y gente que no. De muchos conocemos al detalle el último restaurante en el que han comido y las compras que hicieron en París o Nueva York, pero de otros apenas nos importa saber que gastaron lo que tenían en comprar escasas provisiones y encerrarse en el hueco de un timón, un pequeño espacio de 1,5 por 1,5 metros, con la meta puesta en Europa.

El periplo de estos tres supervivientes de entre 23 y 27 años, que llegaron hambrientos, deshidratados y muertos de frío, ha hecho saltar cerrojos de medio mundo, que mira esta fotografía con incredulidad y compasión intentando tapar los ojos de su conciencia. Porque a estos tres chicos subsaharianos que emprendieron un viaje a la desesperada la vida les ha dado una beca, que esperemos cambie su destino para siempre. Esa pala que fue su casa durante once días se encontraba a solo tres metros de la superficie del mar. Cualquier movimiento brusco, una tempestad, los hubiera sumergido. Pero deseaban llegar al continente a costa de su vida y ese deseo era más fuerte que el riesgo.

Para tomar una decisión así hay que mirar a fondo esta instantánea. Lo que no era vida para ellos era ver que en su familia cada día había menos comida que repartir entre todos. Lo que no era vida era haber visto morir a miembros de su familia por ser de distinta etnia. Lo que no era vida era dejar pasar las horas sin ningún horizonte de futuro. Optaron por la más práctica de sus opciones: mejor morir tratando de escapar que morir sin luchar.

A la espera de lo que ocurrirá con su futuro y en la cuenta atrás de la Navidad, el Vaticano, en un artículo del director editorial, Andrea Tornielli, ha puesto el foco en estos tres chicos que tanto recuerdan a la familia de Nazaret: «Un icono para todo refugiado, migrante o desplazado. Nos ayudan a no olvidar a los que cada día desafían las aguas del gran cementerio llamado Mediterráneo en busca de un refugio seguro, huyendo del hambre, la carestía, la miseria y las guerras». El guante ya se ha lanzado: «Sería para ellos un regalo de Navidad inesperado que se les permitiera permanecer en Europa».

Por fortuna los chicos no están solos, los responsables de Migraciones de la diócesis de Canarias están en ello. Para la ley son polizones, no inmigrantes, quizás porque la normativa no ha tenido que escapar nunca de la miseria y el sufrimiento. El Papa Francisco se ha cansado de pedir a la sociedad que supere la indiferencia por el inmigrante y le mire a los ojos para conocer el sufrimiento que viven al dejar su país en busca de un futuro mejor: «El encuentro personal con ellos disipa miedos e ideologías distorsionadas, y ayuda a crecer en humanidad».

Confiemos en que en su vida se cruce un buen samaritano, experto en salvar vidas sin preguntar procedencia o medio de transporte, para que su viaje al filo de lo imposible haya merecido la pena.