Pobres exquisitos - Alfa y Omega

Hace unos meses, haciendo tiempo en la puerta de un juzgado por el retraso que acumulaba el llamamiento a una vista, el letrado de la contraparte, un abogado veterano, me contó una reciente visita a unos clientes, un matrimonio de ancianos de un pueblo perdido en una remota comarca de la España vacía. Por lo visto, el marido, que aparentemente gozaba de muy buena salud, murió de forma súbita, y mi compañero fue a ver a la viuda para presentarle sus respetos y ofrecerle su ayuda. Ella lloraba desconsolada; él trató de animarla, pero la mujer lo interrumpió abruptamente: «Lo que más me duele, lo peor de todo, es que antes de ayer mi marido se hizo un implante. ¿Y ahora, cómo voy a recuperar los 400 euros que me costó?».

Hace unas pocas semanas, nos llamaron a mi mujer y a mí por teléfono C. y N., las cuidadoras de mi suegra, que padece un grado muy avanzado de alzhéimer, para que nos acercáramos rápidamente a casa, ya que su estado parecía haber empeorado repentinamente. Tras atenderla, hidratarla y tranquilizarla, empezamos a cambiar las sábanas y la ropa, que estaban empapadas de sudor. Para mi sorpresa, al quitarle los calcetines, vi que mi suegra tenía perfectamente pintadas las uñas de los pies, de un bonito color rojo muy vivo. Asombrado, le pregunté a N. por qué lo habían hecho, si nadie iba a ver sus pies; a lo que me respondió de forma escueta: «Es muy importante que ella esté guapa, que se sienta guapa, aunque nadie la vea».

Me quedé atónito ante la sencilla rotundidad de la respuesta; y, sobre todo, ante el hecho de que C. y N. habían tomado la decisión de pintar las uñas de los pies de mi suegra, dando por sentado que nadie lo iba a ver, valorar o premiar. Es exactamente igual que lo que cuenta la preciosa obra maestra de Chaplin, Luces de la ciudad, en la que el personaje del vagabundo empieza a tratar como una princesa a la humilde florista ciega, antes incluso de caer en la cuenta de que ella no puede verle; y lo sigue haciendo después, arriesgando sin cálculo su integridad física y su libertad para conseguir el dinero suficiente para pagar a la chica la carísima operación para recuperar la vista, a sabiendas de que ella nunca podrá reconocerle como su benefactor.

Edwin Lutyens, célebre arquitecto inglés de la época victoriana, era conocido por la belleza formal de sus edificios, de corte historicista, y la calidad y esmerado detalle de sus acabados. Dice la leyenda que un día Lutyens estaba revisando los planos de la fachada trasera de un edificio que le acababa de entregar uno de sus ayudantes, un joven arquitecto recién graduado, cuando entró en cólera al observar que la posición de una pequeña ventana no guardaba completamente la simetría con el conjunto. El joven se defendió arguyendo que eso no suponía un problema, porque la fachada estaba destinada a formar parte de un patio interior y nadie podría apreciar la incongruencia, ya que la ventana sencillamente no podía verse. Lutyens cortó en seco a su asistente: «Dios sí lo ve. Rectifique eso ahora mismo».

Dios lo ve. La corrección de Lutyens no es fruto de un neurótico perfeccionismo; de hecho, quien busca la perfección por la perfección solo se busca a sí mismo y tarde o temprano se preocupa más por tratar de mantener la imagen que proyecta hacia los demás, obsesionado por conservar su reputación, que de hacer las cosas bien. Por el contrario, esta tensión que, en palabras de las viejas Reales Ordenanzas del Ejército, prefiere «la íntima satisfacción del deber cumplido» a los laureles de «la honrada ambición», nace de un dejarse afectar por la tarea que, a cada uno, en cada momento, se le encomienda. Su oculta dedicación, el modo en que C. y N. se entregan al cuidado de mi suegra, expresa que ambas no tienen puesto el corazón en la obtención de una (justísima) gratificación laboral, sino que es su propia vida la que ponen en juego. Al igual que Lutyens o el personaje del mendigo de Luces de la ciudad, la dignidad de C. y N. se salva al presentir su trabajo como una resonancia de lo eterno.

«Pobres exquisitos, ricos miserables», canta Joaquín Sabina en la genial Más de cien mentiras. La riqueza de los que viven del cálculo solo es capaz de generar corazones mezquinos y miserables, personalidades resentidas por la supuesta falta de reciprocidad entre lo que reciben y lo que creen merecer. La pobreza de los que trabajan secretamente en lo escondido, como C. y N., pintando con tanto cariño las uñas de los pies de una anciana casi desahuciada, que ya solo Dios ve, es la que hace que nuestro mundo sea un lugar exquisito, gozoso de habitar.