Uno de los fenómenos más curiosos de la última década ha sido el giro ideológico de los dueños de las grandes empresas tecnológicas norteamericanas, las mayores del mundo. Del talante liberal californiano han pasado al autocrático y al estilo depredador de las petroleras. El oro gris son los cerebros de miles de millones de personas, beneficiarios y víctimas de las omnipresentes redes sociales. A la manipulación por agentes políticos, económicos y comerciales se une la de las propias redes, interesadas en convertir en adictos a microvídeos, videojuegos o pornografía al mayor número posible de usuarios para extraer el oro digital: sus datos biométricos y psicométricos, sus gustos, etc. que venden con beneficios astronómicos en un cuadro de opacidad de sus algoritmos y —a diferencia de los medios— de impunidad por el daño causado por noticias falsas o desinformaciones masivas que resquebrajan sociedades y países manipulando las emociones básicas.
Varios multimillonarios tecnológicos usan también las plataformas para expandir sus corrosivas ideas de transhumanismo, singularitarianismo, cosmismo, racionalismo, altruismo eficaz, etc. Quien trate con jóvenes detectará su penetración sibilina. Las aportaciones masivas de multimillonarios tecnológicos a la campaña de Donald Trump proyectan ya una sombra de plutocracia sobre una democracia debilitada por el individualismo y la polarización, exacerbados mediante las redes sociales que esos mismos individuos poseen. Usar el móvil, sin ser usado, se ha vuelto difícil. La tecnología es neutral, y sus avances son positivos. El problema es su uso malvado por delincuentes o tiranos; o su abuso por quienes acumulan un extraordinario poder aprovechando la debilidad normativa. La creciente dependencia de las redes de miles de millones de ciudadanos está llevando al tecnofeudalismo. Los nuevos señores feudales son los magnates de Silicon Valley y los súbditos los siguen a pies juntillas. Los avances de la IA facilitarán dependencias todavía mayores.