«Permanencia y unidad»
5º domingo de Pascua / Evangelio: Juan 15, 1-18
Sin duda, las palabras del Señor están repletas de imágenes que, a quienes las escucharan de sus labios, les resultarían muy familiares, tanto por el conocimiento de numerosos antecedentes bíblicos como por referirse a lo más cotidiano de la agricultura y la ganadería de la Palestina del siglo I; realidades que incluso hoy nos siguen resultando cercanas. La idea de Jesucristo como vid va más allá de recrear en nuestra mente el cuadro de la vid y los sarmientos. No puede obviarse la indudable referencia a la Eucaristía que esta alusión encierra. Además, del mismo modo que la alegoría del Buen Pastor del domingo pasado nos permitía reflexionar sobre nuestra relación con el Señor, el pasaje evangélico que ahora tenemos ante nosotros busca cuidar el vínculo hondo y personal que ha de darse entre Jesús resucitado y el verdadero discípulo. Asimismo, el texto de este domingo y del siguiente se encuadran en el llamado discurso de despedida del Evangelio de san Juan; un auténtico testamento espiritual que quiere, por una parte, resumir las enseñanzas del Señor y, por otra, ofrecer a los discípulos pautas de actuación para cuando el Maestro ya no esté con ellos.
Como sabemos, ya los profetas se habían referido a la vid a la hora de referirse a los israelitas. Dios cuida con amor su viña. Sin embargo, Israel, que debía producir frutos de fidelidad a la alianza, no responde adecuadamente, según relata el profeta Isaías. Cuando Jesús se concibe a sí mismo como vid verdadera, ya se nos está indicando que Él es en quien Dios restablece la alianza con su pueblo y que esta será la verdadera y definitiva alianza, de la cual las anteriores eran una prefiguración. Por otro lado, las constantes referencias a permanecer y a dar fruto aparecen como un binomio inseparable. Estar unido al Señor, escuchar y llevar a la práctica sus palabras, se convierten en el único modo de dar fruto y de dar gloria a Dios. Para el discípulo, permanencia y glorificación no serán más que las dos caras de la misma moneda, algo inseparable.
El peligro de la disgregación
Cuando el Señor se refiere a la necesidad de un vínculo estrecho entre Él (la vid) y nosotros (los sarmientos) es fácil pensar en los medios a nuestra disposición para cuidar esa relación profunda que Jesús nos pide para dar fruto abundante. No resulta difícil fijarnos en la necesidad de la oración o en la frecuencia de la celebración de los sacramentos de la Eucaristía o de la Reconciliación de los penitentes. Tampoco podemos pasar por alto nuestro compromiso y la vivencia efectiva de la caridad con la que nos necesita, puesto que sirviendo a nuestros hermanos estamos concretando de un modo singular nuestra unión con Cristo y llevando a cumplimiento nuestra vocación bautismal. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que nuestra relación con el Señor no se da únicamente de modo individual, sino en el ámbito de la Iglesia, cuerpo de Cristo.
La historia nos enseña que, de hecho, desde la primera andadura del cristianismo la Iglesia tuvo que hacer frente a personas o grupos que, tras la Muerte y Resurrección del Señor, podían fomentar la disgregación, desviándose de cuanto el Señor años atrás les había enseñado. La memoria de san Juan al recoger estas palabras manifiesta que permanecer unidos a Jesús y perseverar en medio de las adversidades es el camino a seguir cuando nos aceche la tentación de la división en el seno de la Iglesia. Al mismo tiempo, conocemos un término que designa lo contrario a cualquier separación o desunión en su seno: comunión. La parábola de la vid y los sarmientos revela, en definitiva, que la vida cristiana ha de ser siempre misterio de comunión con Jesús. Concebir la misma Iglesia como misterio y lugar de comunión y encuentro ayuda a valorarla como espacio imprescindible y determinante para propiciar el vínculo del hombre con Dios y de los hombres entre sí.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».