«Pepita tiene que seguir siendo Pepita»
Más de 350.000 personas viven en residencias de mayores en España. Para la mayoría, será el lugar donde pasen los últimos meses o años de su vida. En este momento, como siempre, «necesitan sentirse queridas, útiles; que cada día tenga sentido». No faltan las dificultades. Pero también hay experiencias innovadoras que lo consiguen
Llamémosle Agustín. Tiene más de 80 años. Hasta hace poco se manejaba bien fuera de casa. Pero un día se rompió una pierna. Cogió miedo. Ahora solo camina con andador, y ha dejado de salir de casa. Se encuentra peor. Cada vez sonríe menos. El cambio supone una exigencia mayor para sus hijos. Si toman la decisión de llevarlo a una residencia, tal vez el empeoramiento se precipite. «Se genera un proceso muy complicado, que afecta al carácter, las emociones y hasta al apetito de nuestros mayores. Pero lo que llamamos pegar un bajón no viene tanto por ir a la residencia, sino por ser consciente de que su autonomía se ha visto limitada de forma importante», explica a Alfa y Omega Juan José García Ferrer, secretario general de Lares. Y se van apagando, en un lugar en el que quizá no se sienten a gusto.
Lares, entidad que agrupa a residencias de ancianos y dependientes de congregaciones religiosas y economía solidaria, organizó la semana pasada en Madrid su XIII congreso, con el lema Comprometidos con el buen hacer. En él se compartieron datos preocupantes sobre los ancianos en nuestro país, donde dos millones de ellos viven solos. Jon Subinas, técnico de la Fundación FOESSA, alertó de que este grupo social «lidera con bastante ventaja dos de los tres indicadores de aislamiento social», un dato que reflejará el Informe FOESSA de 2019.
Listas de espera, falta de personal
El panorama de los recursos asistenciales, sobre todo residencias, tampoco es alentador. «España ha logrado colocarse en la media europea de plazas, pero seguimos por debajo de la media en Europa occidental. Y en lo cualitativo seguimos centrados en un modelo que busca exclusivamente satisfacer las necesidades básicas», lamenta García Ferrer. A veces, ni siquiera eso. En su informe de 2017, el Defensor del Pueblo se hacía eco de las dificultades de muchas personas mayores para acceder a una residencia –citaba el caso de la Comunidad de Madrid, con una lista de espera de 6.839 personas–, así como de las frecuentes quejas sobre la pérdida de calidad tanto en centros públicos como concertados. Faltan –denunciaba– medios y personal, porque aunque se cumplan las ratios legales de trabajadores por residentes, estos estándares ya no son suficientes. Por ello, este organismo está investigando la situación en todas las autonomías.
En el ámbito de las residencias católicas, García Ferrer reconoce que «en muchas ocasiones las congregaciones religiosas se han visto saturadas por el proceso de generación de nuevas leyes: trazabilidad de los alimentos, prevención de riesgos laborales, protección de datos personales, ser centros cardioprotegidos… Sumado a la falta de vocaciones, la sensación de agotamiento es enorme».
Estos datos suponen una llamada de atención, sobre todo si se tiene en cuenta que uno de cada cinco españoles supera los 65 años, y muchos de ellos pasarán en algún momento u otro por alguna de las 366.633 plazas residenciales existentes en España. Si morimos como vivimos, hay mucho que mejorar en cómo viven y mueren los mayores en las residencias españolas.
Que cada día tenga sentido
«Al final de la vida –explica el secretario general de Lares–, una persona mayor, como cualquier otra, necesita sentirse querida, útil; ver que cada día tiene sentido. El objetivo tiene que ser que permanezca en su casa todo el tiempo posible. Y, cuando ya no se pueda, trabajar para que la residencia sea parecida». Para ello, hace falta mucho dinero, «pero también un gran cambio de mentalidad».
Un cambio que Lares intenta promover entre sus miembros, y que ha llevado a experiencias como el proyecto piloto de atención centrada en la persona del centro asistencial San Roque, en Villalón de Campos (Valladolid), reconocido por la Junta de Castilla y León. Este hogar, gestionado por una fundación pero en el que trabajan las Hermanas de la Sagrada Familia de Urgell, quiere ser una casa para 86 personas mayores, repartidas en pequeñas unidades de convivencia.
«Llegan asustados. Para ellos es muy duro dejar la casa en la que quizá han vivido 50 años», explica Virginia Flores Riesco, terapeuta ocupacional. En el modelo de atención centrada en la persona, es clave conocer la historia y el proyecto de vida de cada paciente: en una serie de reuniones con el trabajador de referencia, se pide al paciente y a su familia información sobre su vida, sus padres, la escuela, sus trabajos, su matrimonio… También les preguntan sus gustos y hacen una lista de deseos. «Cosas muy tontas, como que siempre han desayunado un plátano, cómo les gusta pasar el tiempo… Les cuesta pedir cosas, no quieren molestar».
Con toda esa información, se valora también qué apoyos pueden necesitar, también de cara al futuro. «Puede que una señora se maneje bien y solo necesite ayuda para ponerse las medias. Pero le preguntamos cómo le gusta ducharse para que, si algún día no puede, el auxiliar lo haga como ella quiere». Así, en todas sus decisiones y actuaciones, se busca que los trabajadores se pregunten siempre quién es y cómo es el anciano que tienen delante.
En los centros que trabajan así, este enfoque se traduce en poner a los residentes su música favorita o en permitirles traer muebles y objetos de casa…, gestos que ayudan mucho a las personas con demencia. Cuando «el marido de una residente le trajo solo pantalones de chándal y camisetas para facilitarnos el trabajo, le pedimos su ropa de siempre. Aunque tenga demencia, ¿por qué no va a poder seguir llevando su pantalón de vestir y su blusa de flores? ¡Pepita tiene que seguir siendo Pepita! Las gerocultoras pasaron un rato largo viendo qué podía seguir usando, y también adaptamos alguna prenda. Es parte de mi trabajo». También, en otro caso, diseñar un soporte para que un residente con hemiplejia jugara a las cartas.
Hacia el final del camino
Carmina de Alaiz, directora del hogar, reconoce que este enfoque exige más personal. «Cuando se quiere mejorar, hay que invertir. Pero se ven los frutos. En nuestro caso, la gente trabaja muy a gusto, los residentes con deterioro cognitivo han mejorado y están más tranquilos, por lo que hemos reducido las sujeciones al mínimo. Y las familias se implican más».
El siguiente paso que quieren dar es introducir en el proyecto de vida qué piensan y quieren los mayores para su muerte. «A veces ellos mismos ya piden cosas… pero a otros les puede costar más y es muy importante conocerlo», subraya Flores.
Carmen Beltrán, enfermera del hospital de la Santa Cruz y San Pablo de Barcelona, comparte que se trata de una asignatura pendiente: «Hay que trabajarlo en la residencia, preguntarles qué quieren que se haga si tienen algún problema». En su hospital, ella acompaña a las familias de los pacientes que se sabe que van a morir. Incluidas muchas personas mayores que viven en residencias, y a las que «en el último momento llevan al hospital. No es malo en sí, porque si la persona se está ahogando, sufre, y aquí la pueden aliviar mejor». Pero sí que habría que fomentar que un médico u enfermera pudiera valorar y afrontar esos casos en las residencias. Sería el último paso para humanizar el final de nuestros mayores, también en estos centros.