Hace un tiempo que la Iglesia viene mostrando gran preocupación activa por la buena práctica del servicio de autoridad (tanto ad extra como ad intra); ha visibilizado algunas de sus intervenciones en asuntos a los que, según contextos, se han denominado «abuso de poder», «abuso de conciencia» o «abuso espiritual». El Papa Francisco en la audiencia a superiores generales de 2022 utilizó palabras que dejaban muy clara constancia de que la preocupación ha alcanzado a los más altos niveles del gobierno de la Iglesia universal: «Debemos ver y quizás revisar la forma de ejercer el servicio de autoridad […] Es necesario velar por el peligro de que degenere en formas autoritarias, a veces despóticas […] porque la persona y sus derechos ya no son respetados». En ese y en otros discursos y documentos, ya numerosos, nos está invitando a no desviar la mirada y a tratar de comprender mejor qué puede estar ocurriendo en ese ámbito para poder intervenir con determinación y con soluciones. En último término, se nos pide especial preocupación por el buen gobierno humano y espiritual de la Iglesia y sus grupos, particularmente en la vida consagrada, donde el voto de obediencia ocupa un lugar central indiscutible.
En nuestro tiempo se han dado una serie de circunstancias que han desatado algunas alarmas en lo relacionado con la buena práctica del servicio de autoridad. Sin desestimar las transformaciones culturales que traen un profundo cambio en la autocomprensión de las personas en lo referido al valor dado a la propia autonomía, no se puede desestimar la fuerza catalizadora del desvelamiento de los abusos sexuales; algo muy físico que, en un altísimo porcentaje de casos, se sostiene sobre otro tipo de abuso, mucho más difícil de explicitar, vinculado a las necesidades de poder, de apropiarse de la conciencia del otro o, directamente, de someter. Con la sensibilidad ya agudizada, se han ido captando demasiadas señales de alerta en diversos contextos de Iglesia, en diversas partes del mundo; demasiados como para no prestarles atención aun a riesgo de entrar en las generalizaciones a las que somos tan aficionados en tiempos de opiniones polarizadas.
Prestar la atención debida a la buena práctica del servicio de autoridad es importante, pero no puede hacernos olvidar el otro polo de la relación, el voto de obediencia, al que también hay que mirar con atención; son dos polos relacionales esenciales en la vida consagrada. Aunque ahora ponemos el foco en el primero, también sabemos que pueden existir y existen graves disfuncionalidades en el segundo. Solo sujetos psíquicos y espirituales bien constituidos pueden formar parte de esta estructura grupal compleja, jerarquizada, que tiene una finalidad apostólica comúnmente aceptada, la cual excede a las intencionalidades individuales. Y aquí aparece un tercer vector importante: la unión de ánimos. Servicio de autoridad, obediencia y unión de ánimos son dimensiones inseparables de la vida consagrada que se retroalimentan. En cuanto falla una de ellas, el sistema grupal se tambalea.
Decir que esta estructura funciona bien nunca significará que funcione a la perfección, como ocurre en toda relación humana con compromisos mutuos. Lo importante es que haya recursos humanos, espirituales y estructurales para manejar las disfunciones que puedan darse, salvando la dignidad de las personas y la misión de la Iglesia. Cuando en las relaciones interpersonales la ley de la caridad es sustituida por rivalidad, envidia, ambición de poder o por el satisfacer las necesidades personales de unos y otros, la Iglesia tiene un problema grave. Parece que así lo detecta últimamente y por eso nos invita a abrir una reflexión seria, usando todos los elementos humanos a nuestro alcance que ayuden a la irrenunciable «vida en el Espíritu» que se presupone en cada individuo y sus grupos. Aquí es donde cobra especial importancia el gran énfasis que actualmente hace Roma sobre el discernimiento y la sinodalidad: dos herramientas fundamentales, también en la vida consagrada, para ganar en conciencia y en la valentía de afrontar retos que parecen tan necesarios como difíciles.
Discernir supone ser capaces de sospechar que lo que parece de Dios o bueno, tal vez no sea ni bueno ni de Dios. Entrar en esta sana sospecha es asumir la fragilidad humana, la tendencia —muchas veces inadvertida— a engañarnos, a distorsionar, a traicionar la palabra dada, a ponernos a nosotros mismos en el centro, sustituyendo a Dios; o a todo al tiempo. La sinodalidad enfatiza el carácter grupal de la Iglesia, el poder de la unión de ánimos; también la dignidad incuestionable de cada uno de sus integrantes, reconociendo su capacidad de aportar algo importante a la misión compartida. Ambas herramientas son esenciales para que el ejercicio del servicio de autoridad no se convierta en tiranía y para que el cumplimiento de la promesa de obedecer no se vuelva sometimiento y anulación personal.
Así lo sabe la Iglesia, lo ha hecho y lo hace. Por eso, ante las diversas señales de alerta, se nos invita a poner en práctica esta secular sabiduría con celeridad y sin temor, dirigiendo una mirada especialmente cuidadosa y crítica al servicio de autoridad, sin entrar en polarizaciones engañosas que puedan convertir todo acto de buen gobierno en sospechoso.
El autor hablará sobre Entre la obediencia y el sometimiento. Libertad discernida en la jornada El servicio de la autoridad y la obediencia… ¿en crisis? organizada por CONFER el 29 de marzo.