Paz no es rendirse ante el mal
El martirio de santo Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, cuya fiesta celebra la Iglesia el 29 de diciembre, conmocionó a Europa en el siglo XII. T. S. Eliot basó en esta historia su célebre drama Asesinato en la catedral (publicado por Ediciones Encuentro), que nos sitúa ante una pregunta siempre actual: ¿buscamos una paz ficticia, que es rendición ante el mal, o la Paz del Reino, que nos exige a pemanecer siempre firmes, incluso al precio de la propia vida? En 1170, cuatro sicarios asesinaron a Becket durante su homilía de Navidad. Éste es un fragmento de la recreación de T. S. Eliot:
Mi sermón será muy breve. Tan sólo desearía que meditarais el profundo significado y misterio de nuestras misas de Navidad. En esta misma noche que acaba de terminar, numerosos ángeles se aparecieron a los pastores de Belén, cantando: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombre de buena voluntad». Y éste es el único día del año en que celebramos a la vez el Nacimiento de Nuestro Señor y su Pasión y Muerte en la Cruz. Amados hermanos míos, a los ojos del mundo esto es comportarse de una manera extraordinaria. Porque, ¿quién en el mundo llorará y se regocijará a un tiempo y por la misma razón? Porque, o el gozo habría de ser reprimido por el dolor, o el dolor será ahuyentado por la alegría. Mas sólo en nuestros misterios cristianos podemos llorar y regocijarnos a un tiempo y por la misma razón. Y pensad ahora por unos momentos en el significado de la palabra paz. ¿Os parece extraño que los ángeles anunciaran la paz, cuando el mundo ha estado incesantemente azotado por la guerra? ¿Creéis que las voces angélicas erraron y la promesa no fue sino decepción y engaño?
Reflexionad ahora cómo Nuestro Señor Jesucristo mismo habló de la paz. Dijo a sus discípulos: «Mi paz os dejo, mi paz os doy». ¿Entendían la paz tal como nosotros la entendemos? ¿El reino de Inglaterra en paz con sus vecinos, los barones en paz con el rey, el padre de familia pudiendo contar en paz sus ganancias, su hogar limpio, su mejor vino para el amigo que ha sentado a su mesa, y su mujer cantando a los hijos? Pero sus discípulos ignoraron estas cosas. Marcharon a tierras extrañas, padecieron incontables sufrimientos, conocieron el tormento, la prisión y las desilusiones, y sufrieron muerte en el martirio. ¿A qué, entonces, se refería el Señor? Pero si me preguntáis esto, no olvidéis que Él también dijo: «La paz que os doy no es la que os da el mundo».
Considerad asimismo algo en lo que acaso no pensasteis jamás. No sólo que en el día de Navidad celebramos a un tiempo el Nacimiento y la Muerte de Nuestro Salvador, sino que al siguiente día celebramos el martirio de su primer mártir, san Esteban. ¿Creéis acaso que, por azar, la fiesta del primer mártir sigue inmediatamente a la del Nacimiento de Cristo? En modo alguno. Al igual que nos regocijamos y lloramos a un tiempo por el Nacimiento y la Pasión de Nuestro Señor, así también, en proporción más chica, nos regocijamos y lloramos en la muerte de los mártires. Lloramos por los pecados del mundo que los llevó al martirio, mas nos regocijamos porque una nueva alma se cuenta entre los santos del cielo.
No imaginemos a un mártir tan sólo como un buen cristiano que murió por ser cristiano, pues no haríamos más que llorar su muerte. Tampoco pensemos en él como un buen cristiano que fue elevado a la compañía de los santos, pues no haríamos más que regocijarnos simplemente, y nuestra pena y nuestro regocijo son los del mundo. Un martirio cristiano no es nunca un accidente. Menos aún es efecto de la voluntad del hombre. Un martirio depende siempre de la voluntad de Dios, de su amor a los hombres, para aconsejarlos y guiarlos, para volver a llevarlos a su camino. No es nunca designio del hombre. Porque el verdadero mártir es aquel que ha llegado a ser instrumento de Dios, y nada desea ya para sí mismo, ni siquiera la gloria del martirio. Así es como en la tierra la Iglesia llora y se regocija a un tiempo de una manera que el mundo no puede comprender.
Os he hablado hoy, amados hijos míos en el Señor, pidiéndoos que recordéis especialmente a nuestro mártir de Cantorbery, el bienaventurado arzobispo Elphengue, porque en el día en que se conmemora el Nacimiento de Cristo, creo oportuno recordar cuál es la paz que él nos aporta, y porque no creo, amados hermanos míos, que volveré a predicar para vosotros, y porque es posible que dentro de poco tengáis otro mártir, que acaso no sea el último.
T. S. Eliot