«Para ser Guardia suizo es fundamental tener convicciones espirituales, fe y voluntad de servir al catolicismo universal»
Ayer, 6 de mayo, los Guardias Suizos renovaron su juramento de fidelidad al Santo Padre, 488 años después del Saco de Roma, en el que 147 confederados helvéticos dieron su vida para salvar a Clemente VII. Por su interés, Alfa y Omega reproduce la entrevista que hace unos días el coronel Christoph Graf, jefe del único Cuerpo Militar Pontificio que aún existe, concedió al vaticanista Giuseppe Rusconi
Nada más pasar por la Puerta Santa Ana, nos dirigimos por el lado izquierdo hacia el Barrio suizo. De fondo, retumban las notas de la Basler Marsch (Marcha de Basilea) y el redoble desde el cercano Patio de Honor, donde se ensaya el juramento del 6 de mayo.
Comandante, ¿cómo ingresó a los 26 años en la Guardia Suiza? Vivía usted en la idílica aldea de Pfaffnau, en el cantón de Lucerna, trabajaba en la Oficina de Correos… ¿Qué ocurrió después?
En un momento dado, me hice la siguiente pregunta: ¿qué hago yo aquí trabajando durante 40 años antes de jubilarme? Quería cambiar, salir de la rutina. Volví a encontrar un folleto de la Guardia Suiza que había cogido una vez en Lucerna, formulé la demanda y nunca pensé que me admitirían; sin embargo, me escribieron para decirme que el 2 de marzo de 1987 ya estaría trabajando en el Vaticano.
¿Cómo fue su primer encuentro con Roma?
Era la primera vez que viajaba al extranjero…y a una gran ciudad como Roma. Llegar al aeropuerto, entrar en la ciudad… fue impresionante. ¿Sabe lo que me impactó de inmediato? La nube de antenas sobre los tejados… todavía tengo la imagen en la cabeza.
¿Y los primeros días en el Vaticano?
Igual que cuando empecé en la Escuela de Reclutas en Suiza: se coge el material y empiezan los ejercicios.
En aquella época el comandante era el coronel Roland Buchs.
El coronel Buchs era muy paternal, quería mucho a la Guardia…
Fue el sucesor del famoso comandante Franz Pfyffer von Altishofen, conocido por su sentido del humor y que destacaba, entre otras cosas, por sus chistes.
Vino para un juramento y estaba solo sentado en una mesa. Le reconocí y me presenté: «Soy Graf de Pfaffnau». Y me contestó: «Soy el Viejo», porque se le conocía por el mote de «El Viejo», der Alti, en alemán de Suiza.
En 1987 era Papa Juan Pablo II. ¿Cuando le vio por primera vez?
Estábamos todavía en el periodo de la Escuela de Reclutas en marzo de 1987. Un domingo que librábamos y nos dimos un paseo por la ciudad. De pronto, sonaron las sirenas y pasó el Papa Wojtyla, que volvía de una visita pastoral a una parroquia. Le apercibí fugazmente dentro de su coche. Poco después, le celebró una misa por el Semanario Romano en la Capilla Paulina, dentro del Palacio Apostólico. A continuación, le recibió en audiencia en la Sala Regia. Los seminaristas estaban todos en fila y yo vigilaba una puerta de salida de tras de ellos. El Papa los saludó uno a uno y cuando llegó a mi derecha, se abrió la fila y me encontré frente a él: me saludó con una sonrisa.
Fue el primer encuentro de cerca. Obviamente, tuvo muchas ocasiones de ver al Papa Wojtyla en carne y hueso.
Cuando el Papa dejaba el Palacio apostólico para coger el coche, en la salida del ascensor siempre había un guardia suizo.
¿Se podía hablar con él?
No, porque el protocolo era muy estricto y siempre había ojos vigilantes para que no se infringiese con una palabra dirigida al Papa.
Fueron especialmente emocionantes las últimas semanas del Papa Wojtyla, sus últimos días.
Me sentí muy emocionado cuando ya no consiguió, aún queriendo, hablar a la multitud. Aquella Semana Santa, yo llevaba el piquete y portaba el estandarte de la Guardia que iba a bendecir. Dolía verle así. En sus últimos días, iba cada tarde a rezar a la Plaza de San Pedro. Cuando el 2 de abril, oí que el soldado de guardia en la Seconda Loggia comunicaba por radio que el Sustituto de la Secretaría de Estado bajaba a la calle, entendí que todo había terminado. Pero no tuve tiempo para las emociones: volví de inmediato a su despacho para planificar lo que había que hacer.
Durante el pontificado de Juan Pablo II, la Guardia Suiza fue sacudida por un shock, en vísperas del juramento del 6 de mayo de 1998: las muertes violentas del comandante, recién nombrado, Alois Estermann, de su mujer Gladys y la del vice cabo Cédric Tornay. Dos días antes, el 4 de mayo, felicité a Estermann por su nombramiento y le pregunté si podía pasar a verle hacia las cinco de la tarde. Me dijo: «Mejor, después de las ocho, y nos tomamos algo». Le repliqué: «No puedo: tengo una reunión». Me dijo entonces: «En este caso, nos vemos el miércoles en el Juramento».
Ninguno se esperaba la tragedia. Fue un shock tremendo para todos. Y duró mucho tiempo. Nadie, desgraciadamente, está al amparo de un gesto de locura, hoy con más razón, como se desprende de los casos relatados por los medios.
Poco después de la tragedia, volvió de forma temporal el coronel Buchs. Un encargo difícil, el suyo.
Tuvo que administrar un Cuerpo en el que muchos guardias habían perdido la motivación del servicio. Trabajó duro para volver a insuflar confianza y esperanza a todos. También recuerdo la homilía del cardenal Sodano, secretario de Estado, durante los funerales solemnes en la Basílica: la emoción era enorme, pero el purpurado dijo que las nubes negras de un día no podían oscurecer una historia gloriosa de casi quinientos años.
El quinto centenario, se celebró el 22 de enero de 2006 en la Piazza del Popolo, la puerta a través de la cual los mercenarios suizos entraron en la Urbe. Un comandante es, en cierta forma, el heredero la toda la historia del Cuerpo. ¿Le pesa esa historia sobre sus espaldas?
En los últimos días, precisamente, he estado leyendo la historia de los tres primeros comandantes, del 1506 al 1527, año del Saco de Roma: Kaspar von Silenen, del cantón de Uri, y Markus y Kaspar Röist, ambos zuriqueses. Una historia interesantísima, que nos cuesta imaginar. La Guardia Suiza pontificia ha tenido hasta la fecha 35 comandantes; y todos han tenido el privilegio de servir directamente al Papa. Bien podemos decir que somos parte de la historia de la Iglesia.
En 2005 llegó un papa bávaro, y por lo tanto muy cercano a la sensibilidad suiza.
Todos nosotros esperábamos que saliese del Cónclave elegido Papa. ¡La de veces que ha cruzado la Plaza de San Pedro para ir al Santo Oficio! Le conocíamos desde hacía muchos años y con él alguna vez sí que intercambiábamos algunas palabras. ¡Fue emocionante asistir al momento de su elección! Todos los guardias estaban encantados…
Una persona sencilla, humilde, tímida…
A menudo observé que no le gustaban ni los baños de multitudes ni los besamanos. Al comienzo de su Pontificado, echaba miradas furtivas a diestro y a siniestro cuando cruzaba la nave central de [la Basílica de] San Pedro; después, se acostumbró algo más a las exigencias del ceremonial.
¿Le sorprendió como a todos cuando aquél 11 de febrero de 2013 Benedicto XVI anunció su renuncia al Pontificado?
Me dieron la noticia por teléfono desde la Seconda Logia. En un primer momento me dije a mí mismo: «¡No puede ser!». Y era verdad. Me quedé sorprendido y algo triste, porque queríamos mucho a Benedicto XVI. Por otra parte, entendimos su decisión: si creía que ya no disponía de fuerzas para llevar la cruz a diario y de guiar la Iglesia con mano firme, mejor renunciar y dejar el sitio al sucesor.
De las costumbres bávaras al tango argentino: ¿se lo esperaban?
Sinceramente, no. Fuera también, todo se esperaban a un Papa joven, lleno de fuerza. Los grandes medios italianos intentaron forzar una candidatura que luego se cayó.
¿Conocía al cardenal Bergoglio?
Le había visto alguna vez que otra, pero no pensaba que pudiese ser elegido Papa. Incluso durante los días que precedieron al Cónclave, era muy discreto y se marchaba nada más terminar los debates.
Desde hace tiempo, su responsabilidad es abrumadora, debido a las amenazas globales; sin embargo, con el Papa Francisco, tal vez se haya hecho más difícil.
Desde ese punto de vista, el Papa Francisco es como Juan Pablo II, quien en sus primeros años de pontificado también intentaba saltarse el protocolo yendo a esquiar y dándose baños de multitud en las audiencias sin pensar en las exigencias de seguridad. También es necesaria la seguridad para el Papa Francisco, pero no le da mucha importancia. Me da la impresión de que los papas mantienen otra relación con el Señor, en plan «Cuando quieras, estoy listo». Asimismo, este papa es latinoamericano, y se nota en los besos y abrazos que da y recibe; [los latinoamericanos] tiene otro sentido de lo físico, que va incluso más allá de lo que se ve en la latina Italia. También es un Papa que escucha y que tiene mucha memoria.
¿Cómo repercute en la seguridad el hecho de que resida en Santa Marta y no en el Palacio Apostólico?
Nosotros sabemos cuál es nuestra misión: la Guardia Suiza es responsable de la seguridad del Papa dentro del Palacio Apostólico. Hoy en día, el papa reside en Santa Marta; sin embargo, nuestra misión no cambia. Ahora bien, antes no habíamos tenido la oportunidad de colaborar de modo estrecho y paritario con la Gendarmería del Estado de la Ciudad del Vaticano. Antes, estábamos dentro del Palacio Apostólico y ellos, fuera. Ahora hemos intensificado nuestras relaciones, que son buenas, y hemos constituido un equipo mixto que se compromete eficazmente en la tutela de la seguridad del Santo Padre. Se ve claramente en los viajes del Papa al extranjero.
Hábleme del caso Anrig, el comandante que a finales de enero fue obligado a dejar el Vaticano para volver a Suiza.
Nos sorprendió mucho. Nos enteramos de la noticia leyendo L’Osservatore Romano.
Circulan tres hipótesis acerca de su cese, y una en particular tiene cierta credibilidad: al Papa no le gustaba el estilo del coronel Anrig, que consideraba demasiado castrense.
Un cuerpo militar ha de ser disciplinado. Y para mantener la disciplina de vez en cuando se requiere una corrección fraterna. Sin embargo, la imagen de un comandante demasiado estricto ha sido sustancialmente transmitida por medios de la Suiza germánica. En cambio, el Papa ha dicho que se trató de un cese normal, tras la prórroga concedida a su primer mandato de cinco años.
Coronel Graf, la secularización también avanza en Suiza. ¿Será todavía posible disponer de un número suficiente de jóvenes suizos que quieran servir al Papa y a la Iglesia en el Vaticano? ¿O bien ya se está proyectando una nueva Guardia Suiza, de perfil más internacional, con aportaciones de otros países?
Desgraciadamente, la secularización avanza en todas partes. He leído una estadística reciente sobre los jóvenes en Suiza: solo el 26 % se considera religioso. De seguir así, el futuro no será nada fácil, ya que para ser Guardia suizo es fundamental tener convicciones espirituales, fe y voluntad de servir al catolicismo universal, sino se convierte en un mero trabajo. Dicho esto, he de subrayar que en Suiza el reclutamiento corre a cargo de los antiguos Guardias suizos: a menudo lo hacen puerta a puerta, evocando sus experiencias personales. En muchos pueblos, todavía se dice: «Éste estuvo en Roma de Guardia suizo». Esto sigue siendo, con seguridad, una buena carta de presentación como, por cierto, también lo son los grupos de escolares y universitarios que vienen directamente aquí para ver cómo es «la vida diaria de la Guardia suiza». Por lo tanto, se puede ser moderadamente optimista. Y espero que durante muchos años sigamos celebrando el Juramento del 6 de mayo: es una ceremonia única, en la que cada nuevo guardia ha de dar testimonio de su voluntad de estar dispuesto a ofrecer si es necesario su vida para defender al Santo Padre. Es una ceremonia genuinamente suiza con música, estandartes, himno nacional, diversos idiomas: es el testimonio de un privilegio que se mantiene y de cuyo excepcional valor se debe de tener conciencia en Suiza.
Giuseppe Rusconi (www.rossoporpora.org)
Traducción: J. M. Ballester Esquivias